Opinión

Manuel Bohórquez

Mi historia de amor con María

María Jiménez. / Juan Carlos Cazalla

María Jiménez. / Juan Carlos Cazalla / Manuel Bohórquez

Ayer iba camino de la capilla ardiente de María Jiménez, en el Ayuntamiento de Sevilla, y llegando a la Plaza de San Francisco me di la vuelta y me fui a casa, porque se me hacía cuesta arriba ver la caja con sus restos. Ya está bien de muertos, que llevo unos años que para mí se quedan. Adoraba a la genial cantante de Triana y tuve con ella mi pequeña historia de amor en los inicios del segundo milenio. Acababa de romper con Pepe Sancho y, curiosamente, también yo me acababa de separar. Recibí en casa un recopilatorio de sus mejores canciones y me impactó tanto aquel disco, que le escribí un artículo en este diario. Ella lo leyó y llamó al periódico para que le dieran mi teléfono. Me llamó y me dijo, con voz de miel caliente: “Hola, cielo, soy María Jiménez y quiero invitarte a cenar porque me has sacado de una depresión de caballo con lo que has escrito sobre mí”. Me tuve que sentar porque no me lo acababa de creer. Siempre estuve enamorado de esta mujer, desde antes incluso de que fuera famosa, cuando cantaba en los tablaos. Pero cuando grabó sus temas de más éxito y armó la revolución que armó, la admiración se convirtió en pasión por su voz, única e irrepetible. No se pareció nunca a nadie. Me citó en el Hotel Alcora de Sevilla y cuando llegué a la recepción y dije que había quedado abajo con María, me dijo que no, que la cena era en su habitación y que podía subir porque me esperaba.

Me recibió con una bata roja de seda japonesa y había ya en la mesa cervezas, vino blanco y canapés. Me habló de su relación con los críticos de flamenco cuando trabajaba en Los Gallos: de Miguel Acal, José Luis Montoya, Blázquez... “Nunca se comieron nada conmigo”, me dijo. Cenamos, brindamos por una buena amistad y charlamos de lo divino y lo humano. Se me caía la baba mirándola y ella me abrazó varias veces con la mirada. Miraba mucho para una ventana abierta que daba a la calle, a Tomares, y llegué a pensar que había un fotógrafo escondido detrás de un ficus. Hasta bromeé con ella sobre si apareciera en el Diez Minutos, al día siguiente, como “el nuevo amor de María Jiménez”, y se tronchó de la risa. Ya me hubiera gustado, pero me había invitado a cenar sólo para agradecerme un artículo que le ayudó a salir de una depresión. Nos dimos un abrazo y me fui a casa sin posar los pies en el suelo, gilipollas perdido, enamorado hasta las trancas de aquella mujer única a la que admiraba tanto como a la mejor cantaora jonda. Nunca olvidaré que me concediera el privilegio de aquella cena en un hotel, sus historias flamencas en la intimidad y unas miradas que me hicieron soñar despierto. ¡Ay, María, qué faena! Intentaré ir mañana a tu entierro, aunque no te lo aseguro porque no sé si podré aguantar una estampa que nunca imaginé.