Opinión

Manuel Bohórquez

Sobre el Madrid flamenco o antiflamenco

Parece que han escocido las palabras de Isabel Díaz Ayuso sobre Madrid como capital del flamenco y se hace necesario decir cosas desde la objetividad. Madrid se comenzó a darle importancia a nuestro arte antes que en Sevilla, que es la cuna o una de las principales. Aquí andábamos todavía con los salones de baile de Miguel y Manuel de la Barrera, cuando en la Villa y Corte ya disfrutaban de Silverio, Paco el Gandul o el Bizco Sevillano, que comenzaron a ir a la capital de España aprovechando el ambiente andaluz que crearon los primeros toreros. Ya en los inicios de los años cincuenta del XIX, la prensa anunciaba a bombo y platillo que el director de un importante teatro de Hamburgo iba a acudir a Madrid para contratar al Planeta y María Borrico, lo que nunca sucedió, que se pueda documentar.

A finales de los cuarenta, se anunciaba la llegada de Lázaro Quintana, “un cantante flamenco”, sobrino del Planeta. Y un hermano del primer astro del cante andaluz, el bolero gaditano Luis Alonso, bailaba también en esta ciudad junto a otros flamencos. En aquellos años, Sevilla aún se avergonzaba de este arte y no se veía bien que un gitano cantara en un teatro. De hecho, los primeros profesionales del cante y el toque no eran gitanos. A los gitanos los dejaban para las fiestas privadas. Cuando se organizaban fiestas boleras en Sevilla, aún amurallada, solían aparecer gacetillas en la prensa sevillana, de esta guisa: “Amenizarán la fiesta unas gitanas de la Cava de Triana”.

Cuando a partir de la trágica muerte de El Canario en la Nevería de El Chino, que hacía de sucursal del Café del Burrero, al lado del puente de Triana, en 1885, se empezó a cerrar cafés cantantes acosados por la conservadora sociedad sevillana, la Iglesia y los gobernantes, Madrid acogió a los flamencos con los brazos abiertos. Casi todas las grandes figuras se afincaron allí, desde Chacón y Fosforito hasta el Mochuelo o las hijas bailaoras de El Ciego, el guitarrista de San Román. Madrid se convirtió en la verdadera capital del flamenco, aunque cuando Galerín le preguntó a Chacón (1922), que si querían al flamenco en esa ciudad, dijo sin titubear: “Lo detestan”. Y eso que él fue siempre un artista idolatrado en la Villa y Corte.

Lo que pasó en Sevilla en la última década del XIX, ocurrió en Madrid en 1908. Las autoridades ordenaron cerrar los cafés cantantes y los flamencos las pasaron canutas. Muchos de ellos volvieron a Sevilla y otros malvivieron buscándose la vida en fiestas o salas modernas, como Paco el Gandul, Salvaorillo o el Chato de Jerez. El Mochuelo, de Sevilla, mendigaba por las calles con un guitarrista ciego. Un verdadero drama. Pero como el flamenco ha sido siempre un superviviente nato, aquello pasó y tanto en Madrid como en Sevilla volvió a florecer este arte, ahora en locales modernos y teatros, hasta que llegó la Ópera Flamenca con Monserrat y Vedrines, por el éxito del Concurso de Granada, y se armó el lío.

Madrid y Sevilla no son hoy ni la sombra de lo fueron. Entrar ahora en enfrentar a estas dos grandes ciudades por lo de la capitalidad del flamenco, es algo absurdo. Un simple tema político.