Miguel de Unamuno fue uno de los intelectuales más interesantes e incómodos de esa España reciente que apenas se conmovió cuando dejó de ser imperial en aquel 98 que dio para una Generación tan dolida como avergonzada de su propia patria. Manuel Menchón acaba de estrenar una conmovedora película, La isla del viento, en la que se da vida a quien fuera por tres veces rector de la Universidad de Salamanca, porque tres veces fue destituido. La primera vez lo echó el mismísimo ministro de Instrucción Pública por razones políticas. La segunda, por ataques al rey y al dictador Primo de Rivera, fue desterrado a Fuerteventura. La tercera, cuando ya era rector honorífico, porque se enfrentó al fundador de la Legión, Millán Astray, cuando en la apertura del curso universitario –el 12 de octubre de 1936–, este importunó al catedrático con el grito de «¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!». Unamuno no pudo callarse y se enfrentó al inválido con aquellas palabras que han quedado para la historia: «Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Me parece inútil pediros que penséis en España». El autor de Niebla sobrevivió por salir del brazo de la mujer de Franco, pero diez días después fue destituido, cuando ya sufría arresto domiciliario. Murió la Nochevieja de 1936, «repentinamente», dicen las crónicas, durante la visita de un antiguo alumno, entonces falangista. Hubiera sido inútil una autopsia, pues la pena no deja huellas.

Unamuno, desencantado con el PSOE, con la monarquía y hasta con la dictablanda y la propia República, fue el maestro de la duda frente a tantos fanáticos fundamentalistas. Y esa duda humanística es su gran legado. 80 años después de la guerra incivil, como él la bautizó, debemos velar por nuestra libertad personal frente a quienes tratan de imponernos tantas certezas. La democracia es siempre un frágil sistema en gerundio.