Escribo estas líneas a la misma hora en que acababa de morir ajusticiado en el árbol del oprobio, como el peor criminal, Jesús de Nazaret, el Cristo, el Mesías redentor que anunciaron los profetas y que en sus cortos 33 años hizo que Dios se dejara ver en su compromiso con la dignidad y la grandeza del ser humano.
Todo se ha cumplido, otra vez. Con esta muerte se ha cumplido todo lo prometido, la realización de que Dios es el camino, la verdad y la vida. Se hacía, además, efectivo el testamento firmado en la Última Cena con un mandamiento y una prenda. El mandato y el reto del amor. Viene a decir: A ver si sois capaces de amaros unos a otros como yo os he amado.
En ese testamento quedan entregadas unas arras en prenda. Me quedaré con vosotros hasta el final de los tiempos. Y como prueba de mi promesa, estaré siempre en un pedazo de pan y en un vaso de vino. No tengo mejor forma de garantizaros la verdad de mi compromiso de amor por tu dignidad y tu grandeza, querido ser humano.
Y ahí es donde ha comenzado, otra vez, la salvación, la redención prometida del mal, de la indignidad. Esta Resurrección de hoy no es una mera conmemoración del abandono del sepulcro por Jesús, es una nueva oportunidad, un nuevo empujón a la noche para que aparezca la aurora del bien. Un tiempo nuevo, que establezca fronteras entre el bien y el mal. Un tiempo nuevo en el que la verdad, inspirada en el amor y en la fe, nos haga libres, y, por tanto, dignos y grandes.
Y en la lucha, la mirada en el sagrario a ese Pan blanco, eucarístico, será el descanso del guerrero, y la fuerza para convertir el mal en bien para convertir la promesa en realidad. Porque “la aurora siempre llega, pero sólo si somos rebeldes y valientes para rechazar la noche”.
Otra oportunidad, querido lector, para volver a empezar.