Odiar es contraproducente para la salud. Pero hay una salvedad. En el ámbito sexual, odiar la palabra normal, además de sano, resulta una declaración de principios. ¿Qué es y qué no, normal? La sexóloga Arola Poch la detesta «porque solo sirve para juzgar a quiénes tienen gustos quizás poco habituales». En eróticas ¿minoritarias? y en identidades sexuales es una especialista. Las aborda en su página web –La luna de Arola– y en su espacio de divulgación sexual en RNE.
—En la red pueden encontrarse la definición de hasta 112 identidades sexuales diferentes. ¿A qué obedece la eclosión de tanta etiqueta?
—Permiten visibilizar realidades y relacionarnos socialmente, hacen ver que nadie está solo en el mundo por su manera de ser sexual. Pero también, no cabe duda, causan dispersión y confusión. Hay etiquetas fundamentales y otras ciertamente anecdóticas. A nivel sexológico no existen tantas categorías pero, en clave social, surge la necesidad de reivindicar nuevas formas de relacionarse. —¿Puede generar todo este aluvión de categorías conflictos dentro de las clásicas reivindicaciones del colectivo LGTBI?
—Sí, y de hecho ya está sucediendo. Por ejemplo, la cabalgata del Orgullo quiere visibilizar y normalizar la orientación del deseo. Pero cada vez son más quienes se añaden a ella para reivindicar cualquier práctica o forma de relacionarse que se sale de lo normativo. Comprendo ambas posturas, pero la dispersión y la confusión en el mensaje que al final se acaba dando es un peligro que está ahí. —Fetichistas, sadomasoquistas... ¿Las sexualidades minoritarias tienen algo que reivindicar en este sentido?
—Cada vez me gusta menos utilizar el término «erótica minoritaria», porque no son tan marginales como tendemos a pensar. Lo que hay que reivindicar es la desestigmatización. Se ha de reparar la idea, extendida con los años, de que ciertos gustos o prácticas resultan «trastornos, perversiones, patologías...» Simplemente son maneras distintas de disfrutar de la sexualidad. —¿Existe algún límite?
—Para mí el límite está en que cualquier práctica no comprometa física o psíquicamente al individuo que la realiza. Y, por supuesto, que el juego entre dos o más personas sea abiertamente consensuado. Otra cosa es el límite moral, un concepto curioso que depende exclusivamente de cada uno. —¿Hemos de poner a prueba nuestra sexualidad en diversas prácticas para conocernos más a nosotros mismos?
—No hay una respuesta universal a esa pregunta. Hay quienes tienen la necesidad de probar muchas cosas para conocerse más a sí mismos; pero también quienes no tienen necesidad alguna. En cambio la identidad sexual es más estable, aunque la teoría queer defiende que las etiquetas pueden ser variables y que no tenemos que ceñirnos a una sola toda nuestra vida. —¿Cómo se educa en medio de todo este panorama?
—Hay que educar en sexualidad, por supuesto. Pero lo que no puede ser jamás educación es decirle a nadie cómo tiene que sentirse y cómo ha de relacionarse. Pero claro que hay que explicar todas las identidades. Sencillamente porque no hay una única forma de ser hombre ni de ser mujer. —Dedica mucho tiempo a divulgar el foot fetish o fetichismo de los pies. ¿Qué le ha permitido descubrir?
—Empecé hace tiempo a hablar de sexualidad en un nivel muy amplio pero por circunstancias personales me fui derivando hacia las peculiaridades eróticas y el fetichismo. Fue entonces cuando descubrí que no es en absoluto tan minoritario como se cree. Y sí, se puede decir que soy una especialista que, por suerte, sigo teniendo la posibilidad de hablar de muchas otras cosas.—¿Cómo combate el intrusismo formativo; sanadores sexuales, youtubers, divulgadores sin cualificación..?
—Entiendo que todos somos personas sexuadas y que todos tenemos derecho a opinar. Pero hay que hacer entender que la sexología es una ciencia y, como tal, hay que valorarla y reivindicarla. Hay personas que imparten talleres de erotismo sin base formativa alguna, o youtubers con mucha influencia que forjan ideas sin criterio alguno. Y, a lo peor, hasta acaban publicando un libro sobre sexo.