«Sevilla, ponte de pie/ para no ahogarte...»

Guadalquivir en verso. Desde los poetas andalusíes a los actuales, pasando por Lope, Bécquer, los hermanos Machado, García Lorca o Juan Ramón, son incontables las miradas poéticas sobre el Río Grande

26 oct 2016 / 08:17 h - Actualizado: 26 oct 2016 / 08:42 h.
"Literatura","La ciudad fluvial"
  • Alegoría del río Guadalquivir, obra de Manuel Sánchez Cid, en el Parque de las Delicias. / Javier Díaz
    Alegoría del río Guadalquivir, obra de Manuel Sánchez Cid, en el Parque de las Delicias. / Javier Díaz

Fuente de inspiración desde tiempos inmemoriales, vertebrador de la identidad andaluza, el río Guadalquivir ha sido y es una presencia constante en la obra de los poetas sureños, y de muchos foráneos que visitan esta tierra y quedan prendados por su belleza. Habría que remontarse al siglo XI para encontrar la (tal vez) primera aparición prestigiosa del Río Grande a su paso por la capital hispalense –entonces Ixbilia–, a cargo de Ibn Hisn: «¡Oh, Sevilla, te pareces, cuando el sol está en el ocaso,/ A una desposada esculpida en la belleza!/ El río es tu collar, la montaña tu corona,/ Que el sol domina como un Jacinto».

De la misma época, y con una metáfora idéntica, llega otro fragmento de Ibn al-Labbana, escrito presumiblemente frente a la Torre del Oro: «...en las orillas de su río había jardines salpicados de colinas,/ Bosquecillos de olmos les daban sombra./ Se diría que el río era el collar de su cuello:/ ¿No es cierto que la mayor belleza está en los collares y en los cuellos?...»

El Siglo de Oro, como no podría ser de otro modo, también dejó su impronta en la memoria poética del río. Lope de Vega, sin ir más lejos, le dedicó seguidillas como estas: «Vienen de Sanlúcar,/ rompiendo el agua,/ a la Torre del Oro,/ barcos de plata./ ¿Dónde te has criado,/ la niña bella,/ que, sin ir a las Indias,/ toda eres perla?/ En estas galeras/ viene aquel ángel./ Quién remara a su lado/ para libralle!/ Sevilla y Triana/ y el río en medio:/ así es tan de mis gustos/ tu ingrato dueño». Y aun esta otra, todavía más enfática, que comenzaba: «Río de Sevilla,/ ¡quién te pasase/ sin que la mi servilla/ se me mojase!».

No en vano, era allí «adonde se recogen las aguas de la Andalucía», al decir del cronista sevillano Alonso Morgado, el río «de la perpetua primavera» de Fernando de Herrera, el «famoso, regando y calificando con sus aguas todas aquellas justas y florestas», en palabras de un irónico Mateo Alemán.

Cervantes lo llama «el patrio Betis», expresión que le copiará Góngora antes de definirlo como «gran rey de Andalucía,/ de arenas nobles, ya que no doradas». No faltan quienes le atribuyen atributos sacros, desde Herrera («Profundo y luengo, eterno y sacro río») a Alonso Ramírez de Arellano («Divino Betis», «que por la llanura / de la fértil Vandalia discurriendo, / el estendido campo enriqueciendo, / a tu región das nombre y das frescura» o Francisco de Rioja («Esperio río»).

«¡Cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas!», escribiría mucho después Bécquer. «Soñaba que la ciudad que me vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos, y cuando la muerte pusiese un término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad, a la orilla del Betis, al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto adonde iba tantas veces a oir el suave murmullo de sus ondas».

Pero tal vez sea el sevillano Antonio Machado quien, en sus Proverbios y cantares, logra una personificación más sugestiva, inserta en la tradición de cantar al río desde su nacimiento hasta su desembocadura: « ¡Oh Guadalquivir!/ Te vi en Cazorla nacer;/ hoy, en Sanlúcar morir.// Un borbollón de agua clara,/ debajo de un pino verde,/ eras tú, ¡qué bien sonabas!// Como yo, cerca del mar,/ río de barro salobre,/ ¿sueñas con tu manantial?».

Su hermano Manuel tampoco disimula su querencia por el Río Grande, en esta ocasión como elemento imprescindible en la escenografía hispalense: «Calle del Betis. Triana./ El corazón del estío/ penetra el escalofrío/ de la fuente charlatana.// La velada de Santa Ana/ llena de música el río./ Con los ojos de Rocío/ se ilumina la ventana.// De envidia, al verla, una estrella/ en las alturas sin fin,/ estremecida rutila.// Y se apaga cuando ella/ sale envuelta en el jardín/ de su mantón de Manila».

Por su parte, la Generación del 27, fundada en el Ateneo sevillano, no podía ser ajena a los encantos del Guadalquivir. Imposible no evocar, por ejemplo, la Baladilla de los tres ríos de Federico García Lorca: «El río Guadalquivir/ va entre naranjos y olivos./ Los dos ríos de Granada/ bajan de la nieve al trigo.// ¡Ay, amor que se fue y no vino! // El río Guadalquivir/ tiene las barbas granates. / Los dos ríos de Granada/ uno llanto y otro sangre.// ¡Ay, amor/ que se fue por el aire! //Para los barcos de vela, / Sevilla tiene un camino;/ por el agua de Granada/ sólo reman los suspiros.// ¡Ay, amor/ que se fue y no vino!// Guadalquivir, alta torre// y viento en los naranjales./ Dauro y Genil, torrecillas/ muertas sobre los estanques, // ¡Ay, amor/ que se fue por el aire! // ¡Quién dirá que el agua lleva/ un fuego fatuo de gritos!// ¡Ay, amor/ que se fue y no vino!// Lleva azahar, lleva olivas,/ Andalucía, a tus mares.// ¡Ay, amor que se fue por el aire!».

O este fragmento, no menos conocido, de su Canto nocturno de los marineros: «Cádiz, que te cubre el mar/ no avances por ese sitio./ Sevilla, ponte de pie/ para no ahogarte en el río...»

Esta escena de Gerardo Diego, de sabor taurino, contiene un guiño a los ya citados versos de Lope: «Arenal de Sevilla,/ Torre del Oro./ Azulejo a la orilla/ del río moro.// Azulejo bermejo,/ sol de la tarde./ No mientas, azulejo,/ que soy cobarde.// Guadalquivir tan verde/ de aceite antiguo./ Si el barquero me pierde/ yo me santiguo.// La puente no la paso,/ no la atravieso./ Envuelto en oro y raso/ no se hace eso.// Ay, río de Triana,/ muerto entre luces./ No embarca la chalana/ los andaluces.// Ay, río de Sevilla,/ quién te cruzase/ sin que mi zapatilla/ se me mojase».

Y cómo no, hablando de motivos taurinos, toca traer a estas páginas a Fernando Villalón, de quien ya no podemos leer estos versos sin recordar la interpretación que de ellos hizo Camarón de la Isla: «¡Yslas del Guadalquivir!/ ¡Donde se fueron los moros/ que no se quisieron ir!». O estos otros: «Betis es plateado. No es azul este río,/ porqué el mar Óceano le mueve las entrañas.../ y sus peladas márgenes entumecen de frío/ sin las sombras del fresno, ni de las verdes cañas.// en la estepa desierta, esa cinta de plata/ que del Templo de Venus que en Sánlucar había,/ a las marismas riega y en Sevilla se ata/ para que la Diosa se pasee por la Ría...»

Rafael Alberti, el poeta marinero por excelencia, también le canta en estas rimas, posteriormente interpretadas, entre otros, por Lole y Manuel: «El río Guadalquivir/ se quejaba una mañana:/ me tengo que decidir/ entre Cazorla y Doñana/ y no sé cómo elegir».

No obstante, para muchos es Juan Ramón Jiménez quien más y mejor le cantó al protagonista de este repaso: «¿Resucitan los ríos? ¿Van al paraíso? ¡Entonces, tú lo sabías, Guadalquivir del amanecer, en un viaje mío del Madrid de la tierra a la Sevilla del cielo; luminoso y tranquilo Guadalquivir bajo el inmenso carmín inflamado del cielo! ¿O es que ya subimos los dos de la tierra y estamos en el paraíso nuestro Guadalquivir? Si recuerdo y suelo son iguales de falsos o de verdaderos ¿quién sabe, río del alba en Peñaflor, entre álamos blancos y luces eléctricas de calle al campo, dónde estamos de verdad ahora? No sé. Ni sé si te estoy viendo, si te estoy recordando, o si te estoy soñando. Tu me rodeas bello la emoción, entrando y saliendo del sueño a la realidad y de la realidad al recuerdo, por un maravilloso paisaje momentáneo que no sé en qué Andalucía de cuándo, ni de dónde vi», escribe en sus Elegías andaluzas.

Y vuelve a hacerlo, por ejemplo, en estos versos dedicados a Isaac Albeniz: «¡Sevilla, Triana, El Puerto, todo lo que a tu alma/ fue torrente sonoro,/ estaría, a esa hora, soñando en una calma/ de ilusión y de oro!// La arboleda, meciendo su renacer florido,/ Guadalquivir, corriendo,/ los pájaros más dulces suspirando en el nido// del sol que iba muriendo...»

Y remata más adelante: «Sevilla, Triana, El Puerto ¡y tu alma y mi alma!/ Guadalquivir sonoro,/ ¡todo, en la eternidad, bogará en una calma/ de ilusión y de oro!»

También la poesía contemporánea ha cantado al Río Grande. «Desde la calle de Rioja al Puente/ de Triana, mi amor en ti renuevo./ Con el dolor de lo imposible llevo/ tu nombre al corazón desde la frente», escribía el llorado Rafael Montesinos. El no menos añorado Fernando Ortiz emplea el río como metáfora del declive de la ciudad: «El puente roto de la vida./ Puente de tablas carcomidas/ que unías Sevilla con Triana/ y hoy nuestros sueños y el pasado./ En su sensualidad y su misterio/ qué tristes los jardines, sus viejos paraísos/ que van a dar a un río ya cegado,/ a una ciudad muy ancha y campesina. // ¿Qué se hicieron?// Aquí, en gris y sepia,/ pasa una lenta angustia que nos llama...». Y Javier Salvago concluye esta apresurada antología diciendo: «Y es el Guadalquivir/ una negra piel, suave,/ donde la lluvia del anochecer/ clava las uñas».