Lo de Morante es otra cosa...

El diestro de La Puebla puso el diapasón artístico en una tarde triunfal para Roca Rey, que no redondeó su marcador por culpa de la espada y el rigor del palco presidencial

Lo de Morante es otra cosa... / Álvaro R. del Moral

Álvaro R. del Moral

Todo estaba en su lugar. Habían pasado dos años pero parecía que era ayer... El reencuentro con la plaza de la Maestranza estaba cargado de pequeñas emociones. Al fin y al cabo se trata de recuperar ese amplio pero íntimo retablo de afectos que hacen que la vida sea algo más que una sucesión de obligaciones. Y es que el Arenal –y con él toda Sevilla- era una auténtica fiesta, la celebración de que nada es eterno. Tampoco el covid...

A la hora del paseo la plaza ofrecía un aspecto macizo. El 60% del aforo que se había vendido finalmente prestaba la apariencia de un lleno para el que, en realidad, faltaban más de cuatro mil localidades. Ya hablaremos de ello. El caso es que el prólogo maestrante tampoco se libró de esas fanfarrias pos covid que, en el caso sevillano, se enredaron con un inédito y estrafalario paseíllo en el que nadie sabía muy bien lo que había que hacer. No faltó un minuto de silencio que en realidad no fue tal. Es mejor ahorrárselo. Tuvo mucha más enjundia y verdad –una emoción más auténtica - el largo clarinazo que marcó la salida del primer toro. Ahora sí: nos habían devuelto uno de los capítulos fundamentales de nuestra vida.

Y el toro salió, ofreciendo una ofensiva corrida de Victoriano del Río con querencia global a los adentros. El primero engañó en su alegre remate a tablas pero le costó siempre pasar de las rayas. Tuvo mérito la cuadrilla de Morante en el segundo tercio para dejar los palos arriba. Con esos mimbres, el diestro de La Puebla salió a pasarlo con la espada de verdad. Después de intentar sacarlo de su querencia y pasarlo de pitón a pitón le recetó dos sartenazos al cuarteo antes de dejar medio espadazo de remanguillé.

Lo mejor de su labor –y seguramente de toda la tarde- estaba aún por llegar. Y lo iba a firmar el propio Morante, que se entregó desde el primer capotazo recetado a un cuarto que, como el resto de su tropa, tendía a apretar hacia adentro. Las lapas hacia afuera tuvieron mejor dibujo que las contrarias pero la media, vertical, tuvo el sabor de lo eterno. La verdad es que el animal no andaba sobrado de fuerzas pero José Antonio, vestido con un original terno de aires románticos, no lo dudó. Tiró de él hacia los medios para dictar una faena de primores y pinturas que estuvo presidida por una premisa fundamental: la belleza.

Esa belleza iba a estar subrayada por el aire regionalista e intimista de ‘Suspiros de España’, que se enhebró a la perfección a la gracia natural de un torero que vive su madurez artística. Hubo cante en los muletazos diestros, dichos a compás abierto o pies juntos; en los remates de fantasía; en la manera de revolotear en torno a un toro de aire rajado y escasa entrega que nunca lo puso fácil, llegándole a poner los pitones en la pechera tres o cuatro veces. Morante, que luchó con la mansedumbre de su enemigo, pintó estampas gallistas, sembró el ruedo de fotos sepia y creó una obra que, ay, no iba a tener refrendo con la espada. Dos pinchazos, una estocada y un descabello dejaron el concertino sin premio en metálico. Le quedan tres tardes más.

La atmósfera morantista no puede eclipsar el legítimo triunfo de Roca Rey que tuvo delante dos toros de muy distinta condición. El segundo, un boyante ejemplar que habría merecido la vuelta al ruedo, acabó rompiendo con sal y son en la muleta del peruano que lo había dejado completamente crudo en el caballo después de cuajarlo con el capote. Fue una faena trepidante que tuvo mejor nivel por el lado diestro que por el izquierdo, por el que no terminó de encontrarse por completo el diestro limeño. La intensidad, trazo rotundo y longitud de sus muletazos irían calando en el público sevillano. La verdad es que Roca se sabe dueño de la escena. A su faena no le faltó un final trepidante, una auténtica traca final, antes de abrocharla con un puñado de ayudados. La espada entró a la segunda, atracándose de toro. Lo que iban a ser dos orejas se quedó en un único trofeo...

No cortaría más. El rigor del presidente, que se resistió a sacar el pañuelo a la muerte del quinto, lo impidió. Fue un toro remiso y deslucido con el que Roca Rey hizo un gran esfuerzo después de que Pablo Aguado le calentara los cascos en su turno de quites. Fueron cuatro o cinco chicuelinas aladas, en el mejor palo de La Alameda, que remató con dos medias de lío gordo. Su rival se echó el capote a la espalda y respondió por ceñidísimas gaoneras. El toro, a esas alturas, no estaba para grandes dispendios. La faena, que comenzó de rodillas, se basó en un tremendo arrimón al comprobar que el animal, con fuerte querencia a los adentros, ni siquiera pasaba. La espada entibió el asunto. Y al palco...

Dejamos para el final a Pablo Aguado, que se marchó de vacío. Había tenido que pasar por la enfermería durante la lidia del segundo, resentido de una vieja lesión de rodilla. Salió dispuesto a lidiar al tercero, un precioso y serio castaño albardado y salpicado que se derrumbó durante la lidia. No tuvo alma ni entrega en la muleta del sevillano que mantuvo la compostura en una faena que, con esos mimbres, no podía trascender. Se le iba a ver más agarrotado y acelerado con el sexto, un toro con más defectos que virtudes con el que nunca estuvo a gusto y le costó matar.

FICHA DEL FESTEJO

Ganado: Se lidiaron seis toros de Victoriano del Río-Toros de Cortes, serios y bien presentados. Destacó por encima de todos el segundo por bravo, boyante y codicioso. La corrida tuvo una querencia global a los adentros resultando reservón el primero; soso y sin entrega el tercero; rajado y a la defensiva el cuarto; muy deslucido el quinto; con movilidad engañosa el sexto.

Matadores: Morante de la Puebla, de pizarra y oro, silencio y ovación tras aviso

Roca Rey, de espuma de mar y oro, oreja y vuelta al ruedo tras petición.

Pablo Aguado, de marino y plata, silencio y silencio tras aviso.

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Incidencias: la plaza presentó un lleno aparente después de agotar el 60% del aforo puesto a la venta. Se pidió –pero no se guardó- un minuto de silencio en memoria de las víctimas del covid y de “la gran familia del toro”. Dentro de las cuadrillas destacó Juan José Domínguez, que se desmonteró con el capote y los palos. También saludaron Viruta Iván García. La plaza de la Maestranza reabría sus puertas 707 días después del último festejo.

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