Un concertino incomprendido y una oreja con matices

Manzanares logró puntuar con el mejor lote del desigual encierro de Jandilla. La belleza clásica de Morante no terminó de ser comprendida del todo por un público de aluvión

Foto: Arjona - Pagés

Foto: Arjona - Pagés / Álvaro R. del Moral

Álvaro R. del Moral

No es ningún secreto que se esperaba más, muchísimo más, de la corrida de Jandilla. Los toros de los Domecq Noguera son uno de los emblemas del campo bravo y una de sus simientes más hondas. Desde esa premisa, el buen aficionado suele seguir el hilo de la corrida pendiente del argumento que marcan los astados. A partir de ahí, palpando la decepción generalizada, también hay que advertir que dentro del envío de la divisa azul hubo un lote –tercero y sexto- que aguantaba los dinteles de la Puerta del Príncipe. Le correspondió a Manzanares, demasiado lejano de sí mismo, de aquellos años irrepetibles en los que se forjó su idilio con la plaza de la Maestranza.

El diestro alicantino cuajó un buen ramillete de verónicas para recibir a ese tercero al que Chocolate recetó un segundo puyazo de libro. Gustaron las chicuelinas del quite, rematadas con una airosa revolera mientras el toro prestaba un interesante galope que Duarte aprovechó en un gran tercio de banderillas. La verdad es que el bicho tuvo quince o veinte arrancadas –también fue a menos- para que la olla se pusiera a hervir. Manzanares lo toreó con corrección, muy apoyado en la voz y algo forzado en las formas pero a la vez que el trasteo no lograba subir de decibelios descendía el celo del bicho, que fue despenado con un buen volapié. La cosa quedó en ovación.

Cuando salió el último pesaba ya la corrida, envuelta en ese ambiente espeso de los llenazos –se hacen cada vez más insoportables- además de ese nuevo paisaje humano que ha sustituido al derrocado abono. El asunto merece un ensayo pero es que la plaza está irreconocible. Pero hay que ir al toro: ese sexto al que Josemari volvió a cuajar de capa antes de que Paco María dictara una lección de buen picar. También se lució Mambrú con los palos a la vez que el galope del toro anunciaba lo que estaba por llegar: una embestida vibrante y codiciosa que se desbordó en la muleta de Manzanares.

Pecó el torero de cerrar demasiado los cites sin dejar lucir el tranco del animal pero hay que reconocer que metió al público en la canasta –el personal rugió en un gran cambio de mano- en la primera fase de la faena. Pero el hilo se rompió cuando se echó la muleta a la izquierda. A partir de ahí nada fue igual y el ímpetu del toro también descendió hasta el punto de amagar con rajarse. Con o sin ese defecto había sido un gran ejemplar; de triunfo gordo. El Manzana sabía que podía amarrar las orejas y le echó la muleta en la suerte de recibir. Pinchó en ese encuentro y acabó amarrando la estocada a volapié. Se llevó una oreja. En otro tiempo habría sido otro el cuento, el premio y la apoteosis.

Pero antes, mucho antes, ya habíamos visto torear. Morante había recibido al primero de la tarde con verónicas al ralentí –con el toro sueltecito- mientras media plaza buscaba aún su localidad. A partir de ahí todo lo que hizo el diestro de La Puebla estuvo presidido por un maravilloso sentido de la armonía y hasta cierto afán arqueológico en ésta o esa suerte. Hubo galleo por chicuelinas y hasta verónicas de manos altas para revelar fotos sepia. Aurelio Cruz había recetado un gran puyazo y el toro, justito de todo, se prestó al largo e incomprendido concertino del diestro cigarrero.

La faena comenzó por bajo y siguió con muletazos cambiados a la vez que el astado revelaba la cortedad de su motor. Pero Morante, con paciencia de alquimista, metido entre las rayas, comenzó a torear con sencilla naturalidad sin importarle las protestitas del toro y el silencio de esa banda que ni estaba ni se la esperaba. La faena parecía sentenciada pero el torero de La Puebla se empeñó en seguir exprimiendo el buen fondo que, pese a todo, poseía el animal. Fue larguísimo el pase de pecho que arrancó la música –tarde y mal- para rematar una templada serie al natural. Aún iba a administrar la embestida con sedosos redondos, dictados muy de uno en uno. Un molinete por Belmonte y los postreros ayudados cerraron el recital secreto. La espada pudo caer tendida; tampoco entera. Pero aquello había sido de orejón. Morante tuvo que conformarse con una cicatera ovación. El extraño público de la era pos covid no se había enterado de casi nada. Con el cuarto, un toro deslucido y descompuesto, no llegó a darse coba. Visiblemente molesto se encaró con el palco diciendo que el bicho no veía. No anduvo fino para echarlo abajo.

Urdiales no pasó de tanteos con el blando y vacío segundo, al que trasteo sin convicción y en medio de muchas protestas. Afortunadamente íbamos a poder contemplar un puñado de buenos muletazos enjaretados al mediocre quinto, un ejemplar que se quedó siempre a medio viaje al que toreó con empaque y buen gusto -mejor de lo que merecía- sobre ambas manos antes de que echara el ancla definitivamente. Lo mató de una buena estocada. Se lo había brindado al bético Joaquín, que ocupaba el concurrido burladero de la autoridad junto al presidente Juanma Moreno y una larga tropa en trance electoral. El que se mueve no sale en la foto.

Ficha del festejo

Ganado: Se lidiaron seis toros de Jandilla, incluyendo el primero marcado con el hierro filial de Vegahermosa. Muy bien presentados. Tuvo buen fondo pero nulo motor el primero; muy blando el segundo; de más a menos el tercero; muy deslucido el cuarto, posiblemente reparado de la vista; no pasó de los medios viajes el quinto; codicioso e importante el sexto, aunque amagó con rajarse al final.

Matadores: Morante de la Puebla, de pizarra y cordoncillo blanco, ovación tras aviso y silencio tras aviso.

Diego Urdiales, de verde vid y oro, silencio y ovación

José María Manzanares, ovación y oreja

Incidencias: la plaza se llenó hasta la bandera en tarde espléndida. Destacaron los picadores Aurelio Cruz, Chocolate y Paco María y los banderilleros Mambrú y Daniel Duarte.

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