1992: la muerte dio la vuelta en la Maestranza
Este septembrino martes y 13 se cumplen 30 años de la cogida mortal de Ramón Soto Vargas en el coso del Baratillo, cuatro meses y medio después de la tragedia de Manolo Montoliú
El novillo ‘Avioncito’ no perdonó a Ramón Soto Vargas a la salida de un par de banderillas. Foto: Pozo Boje / Álvaro R. del Moral
Álvaro R. del Moral
La Exposición Universal ya encaraba el último mes de un año que había gravitado en torno a la Isla de la Cartuja. Todo era excepcional en aquel mitificado 92 que cambió para siempre la piel de la ciudad y hasta las costumbres de los sevillanos. En la plaza de la Maestranza también se remataba una campaña larga, espesa y atípica. Los números no habían salido tal y como se esperaban y el cuerno de la abundancia que prometía la Expo -en lo taurino- había pasado de largo en los despachos de la calle Adriano, en los que se había organizado un largo y estéril calendario de festejos –sacudidos por la muerte de Manolo Montoliú- que ya vislumbraba el ansiado final.
Aquel 13 de septiembre de 1992 se iba a celebrar una novillada dominical sin demasiada trascendencia: Antonio Vázquez ‘El Vinagre’, Juan de Félix y Leocadio Domínguez estaban anunciados para matar un encierro del Conde de la Maza. El festejo, uno más, transcurría sin pena ni gloria hasta que saltó a la arena el tercero de la tarde, negro listón, de 458 kilos de peso y bautizado como ‘Avioncito’ en el herradero de Arenales. El primer tercio se verificó sin relumbrón. Ramón Soto Vargas y Juan de Triana -fallecido hace una década- tomaron los palos para banderillear al novillo, que llamó la atención de las cuadrillas por sus pitones astifinos y el aire mansurrón que ya había marcado desde su encuentro con los caballos. ‘Avioncito’, que apretaba hacia los adentros, arrolló sin demasiado aparato al banderillero camero a la salida del tercer par. Fue entre las rayas de picadores, justo enfrente de las tablas del tendido siete.
El utrero le pasó por encima. Parecía que apenas le había tocado, una voltereta más de tantas; posiblemente un porrazo sin mayor historia... El torero se levantó por su propio pie y llegó a andar algunos pasos vacilantes sin que nada hiciera presagiar la tragedia que se avecinaba en la antigua enfermería de la plaza de la Maestranza. Pero Ramón Soto Vargas acabaría desplomándose en brazos de los compañeros, que se lo llevaron en volandas a la vez que se desmadejaba. Para entonces su rostro había cambiado; la faz se había tornado cadavérica y su camisa empezaba a empaparse de sangre. El equipo médico, comandado por el recordado cirujano Ramón Vila, comenzaba una angustiosa carrera contra reloj que no tendría final feliz...
El festejo continuó normalmente y se saldó con el tibio balance de una vuelta al ruedo para El Vinagre, sendas ovaciones para Juan de Félix y dos vueltas al anillo para Leocadio Domínguez, jefe de filas del banderillero que se aún se debatía entre las orillas de la vida y la muerte. Se puso el sol y se retiraron las cuadrillas. En torno a las once de la noche se conoció el fatal desenlace, tres horas después del percance. Soto Vargas había sido sometido a varias transfusiones e incluso había podido ser reanimado después de entrar en parada cardíaca y haber perdido mucha sangre. Pero finalmente el corazón, que había sido alcanzado por el pitón, no pudo aguantar más. “Dos cornadas y las dos en el corazón”, señaló Ramón Vila, demudado, al salir del quirófano.
Se refería a la cercana muerte de Montoliú en la misma mesa de operaciones el primero de mayo. Aquella tragedia, de alguna manera, también iba a marcar el protocolo fúnebre. La sala de prensa de la plaza de toros volvió a ser improvisada capilla ardiente mientras la radio alertaba a los hombres del toro en un mundo sin móviles. La cornada mortal del valenciano ya había sacudido como un mazazo a todo el planeta de los toros pero el último aliento de Ramón Soto Vargas, el honesto y querido banderillero camero, había dejado rota, inconsolable, a la familia taurina de Sevilla.
Ramón Soto Vargas sumaba en sus apellidos dos dinastías taurinas de la cercana localidad. Su padre fue el picador Alfonsillo de Camas y los nombres de sus tíos Salomón y Nicolás Vargas aún resuenan en las tertulias de los viejos aficionados. Había querido ser torero de alternativa en su juventud aunque acabó encaminando sus pasos a las filas de plata en las que pronto destacó como un sobrio y seguro lidiador y un eficaz banderillero a las órdenes de matadores como Antoñete, Rafael de Paula y Curro Romero. Contaba 39 años, estaba casado y tenía dos hijos; su sobrino, el matador de toros Alfonso Oliva Soto sigue en la brecha. No había sido el primer torero en morir en la plaza de la Maestranza en aquel año infausto...
Manolo Montoliú: la muerte en directo
El uno de mayo de 1992 sólo habían pasado diez días del pistoletazo de salida de aquella Exposición Universal que, con sus luces y sus sombras, adelantó el siglo XXI para una ciudad que se miraba gozosa en el espejo de sus propias complacencias. En la plaza de la Real Maestranza, que también vivía en esa primavera una pretendida programación extraordinaria con días de sesiones dobles de toros en mañana y tarde, se anunciaba una corrida de Atanasio Fernández que debían despachar José María Manzanares, el Niño de la Capea y José Ortega Cano.
Era viernes de Farolillos y el festejo se retransmitía en directo por Televisión Española. La corrida, además, implicaba el estreno del nuevo reglamento taurino que desarrollaba la llamada ley Corcuera, que entre otras novedades limitaba el calibre de la antigua puya y reducía drásticamente el peso de los caballos de picar. Y las cuadrillas, que amenazaron con un plante en la mañana de aquella corrida aciaga, se habían puesto de uñas...
‘Cubatisto’ era el primer toro de la tarde y fue lanceado por Manzanares antes de que fuera picado por el viejo Barroso, no sin ciertas dificultades para adaptarse al caballo -ligero y español- que consagraba la nueva reglamentación. El toro llegó pleno de pujanza al segundo tercio y Manolo Montoliú, vestido de cobre y azabache, arrancó despacio, se dejó ver más de lo debido y quiso hacer la suerte con la majeza de siempre. El toro le iba a empitonar salvajemente en el embroque: el cuerno le había traspasado la delantera derecha de la chaquetilla pasando de un costado a otro, alcanzando el corazón. Aquella salvaje cornada era mortal de necesidad y el veterano banderillero, que trató de levantarse por unas décimas de segundo, cayó fulminado allí mismo. Las asistencias lo llevaron a puñados, con la faz demudada y chorreando sangre, hasta la antigua enfermería en medio de un clima de consternación que se contagió a los tendidos. ¿Ya iba muerto? Era increíble...
El equipo médico dirigido por Ramón Vila sólo pudo comprobar el alcance de las lesiones -el corazón estaba abierto como un libro- y certificar la muerte del banderillero. Manzanares acabó con la vida de ‘Cubatisto’ mientras crecían todo tipo de rumores entre el público, a un lado y otro de la pequeña pantalla. Arrastrado aquel toro de Atanasio, y pesar de las inquietantes certezas que esperaban detrás de la puerta de la enfermería, aún se lidió otro ejemplar que fue despachado de puro trámite por el Niño de la Capea.
Muerto el animal, la gente seguía más pendiente de las noticias irremediables que seguían trascendiendo de la puertecita blanca de los bajos del tendido 6. Pero ya no saldría ningún toro más aquella tarde aciaga. Un largo y escalofriante clarinazo anunció la tragedia mientras se arriaba el estandarte de la Real Maestranza y la condesa de Barcelona abandonaba el Palco Real. Se hizo un silencio escalofriante: acababa de morir un torero en Sevilla, pero no iba a ser el único en aquel año trágico. La muerte se había dado la vuelta en la plaza de la Maestranza.
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