Curro Romero, nueve décadas de un mito
El Faraón de Camas celebra su 90 cumpleaños en medio del unánime reconocimiento de una trayectoria singular que le convierte en uno de los emblemas más reconocibles de la ciudad
Álvaro R. del Moral
Hace cuatro días recibió su último baño de multitudes. Los Arjona presentaban la antología visual del legado currista –‘Aroma de Romero’ se titula el libro- y Curro acudió puntual a la cita, anticipándose a las autoridades que le hicieron esperar en la primera fila del teatro de la Fundación Cajasol. Con 90 años cumplidos, el mito trasciende ya los propios achaques de casi un siglo de vida. Hubo algún problema serio de salud que sólo es un mal recuerdo pero el Faraón de Camas, como todos los inmortales, ya es una foto fija en la memoria que podría ser, precisamente, la que tomó Agustín Arjona en 1984, retratando el desplante al toro de Rojas que inspiró el monumento de Sebastián Santos.
Más allá del libro, el acto del lunes era un nuevo reconocimiento que se sumaba a la larga lista de honores que ha ido cosechando el lidiador desde la retirada algabeña de octubre del año 2000. La noticia de su despedida, que no esperaba nadie en esa forma, estuvo precedida del aireado desencuentro con los nuevos gerentes de la empresa Pagés pero la dictadura del calendario también era inapelable. El propio Curro, después de contemplar la fortísima voltereta que había sufrido Morante -que alternaba con él en aquella última tarde a beneficio de ANDEX- comprendió que su larguísima vida taurina no se podía estirar más. Había llegado el final.
La carrera de Curro había viajado entre el tormento de las tardes más aciagas y el éxtasis revelado en aquellas ocasiones que surgía el acople con los toros. Así se forjó la leyenda de ese caro y raro tarrito de las esencias que se derramaban de tarde en tarde creando ese inconfundible clima de felicidad colectiva cuando se obraba el milagro. En contraposición, el aficionado prometía odios -siempre con la boca pequeña- cuando el torero tiraba por la calle de en medio en las tardes más aciagas. Esa dualidad, tan hispalense, terminó de convertir al torero en un elemento más del ritmo pendular de una ciudad que repite, puntualmente, sus ritos heredados. Pero la figura de Romero ha ido mucho más allá de su sencilla vida personal. Su herencia taurina se ha convertido en uno de los referentes inexcusables del tronco torero sevillano y su prolongada carrera se ha visto recompensada, entre otras distinciones, con el nombramiento como académico de la Real de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes o la condición de ‘Hijo Predilecto’ de Andalucía que recogió en las orillas de un cáncer de laringe felizmente superado.
Una trayectoria singular
Hay que retroceder en el tiempo para evocar la extensa y zigzageante trayectoria del torero camero, que debutó en público el día de Santiago de 1954 en la desaparecida y recordada plaza de La Pañoleta, muy cerquita de la superviviente Bodega San Rafael. El debut en la plaza de Sevilla llegaría en el 57, sustituyendo al anunciado Mondeño. Dos años después, el 18 de marzo de 1959, hacía el paseíllo en la plaza de Valencia para hacerse matador de toros de manos del toledano Gregorio Sánchez. Para entender la trascendencia del momento hay que situarse en la bisagra mágica de un cambio generacional que traía nuevos aires al toreo. Estaba a punto de comenzar la década prodigiosa, la llamada Edad de Platino. Romero había llegado a su alternativa valenciana cuajado de edad y con aura de torero distinto. Pocas semanas después estaba anunciado en la Feria de Abril donde obtuvo un resonante éxito después de haber sido espectacularmente cogido en el primer tercio de la lidia.
Arrancaba su historia como diestro de alternativa, sincronizado con el estreno de la gerencia de Diodoro Canorea, que marcaría profesional y personalmente toda la carrera del diestro camero. Aquella tarde abrileña de 1959 también marcó otras constantes. Era el inicio del larguísimo y tortuoso romance de Curro Romero con su plaza de la Maestranza. El torero no volvería a faltar nunca más a la Feria de Abril hasta el año de su retirada, revalorizando y convirtiendo en acontecimiento -en feliz simbiosis con las ideas de don Diodoro- la corrida del Domingo de Resurrección hasta el año de su despedida. Comenzaba una relación de amor y odio, de cimas y simas, de broncas y reconciliaciones que ya había escrito su propio guión mucho antes de que el Faraón -que siempre gozó de buenos y fieles partidarios- se convirtiera en un personaje que saltaba las vallas del ámbito taurino; antes de que rompiera el halo de misterio que rodeaba su figura discreta y alejada de todos los focos sociales en los que ha sido una figura constante en los últimos lustros acompañado de su segunda mujer, Carmen Tello.
Hay que volver a descender en la escala del tiempo: si los 60 fueron los años de plenitud -no exentos de escándalos puntuales como el toro que se negó a matar en Madrid llegando a ser detenido- los 70 y 80 son los años del Curro Romero de los almohadillazos y los escándalos alternados con triunfos tan aislados como resonantes que dieron forma a un mito que había empezado a cocinarse –otorgando espíritu de grupo a sus seguidores- en aquella tarde del 66, encerrándose con seis toros de Urquijo. Más que un torero, acabó siendo una pieza más del ciclo festivo sevillano que no se podía entender sin su presencia en los carteles del Domingo de Resurrección, redondeando los días de la Semana Santa: el Faraón era el heraldo de la Feria de Abril y la Pascua Florida; mito, realidad, también fantasía, en el revuelo de un breve capote...
Sevilla lo había adorad desde el principio. Al año siguiente de su alternativa había quedado inicialmente fuera de la Feria de Abril, que hubo de ampliarse a última hora para dar cabida al camero. El día del Corpus de ese mismo 1960 abrió por primera vez la Puerta del príncipe después de cortar dos orejas a un sobrero de Tassara. La traspasaría hasta cinco veces a lo largo de una larguísima trayectoria en la que también salió a hombros siete veces de la plaza de Las Ventas. Fueron 42 temporadas entre la genialidad y el ostracismo; entre las apoteosis y también las espantadas. Curro firmaría su epílogo taurino en 1999, con un toro de Juan Pedro Domecq al que cortó las dos orejas. Era su último triunfo en la plaza de la Maestranza en un clima de auténtico éxtasis, con la leyenda ganando a la memoria. En 2000 fue el adiós en aquella noche que hizo incendiar las líneas telefónicas al término del festival de La Algaba. Han pasado 23 años más y el camero, trascendiendo el tiempo, sigue acaparando el cariño de Sevilla, de toda la profesión.
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