La corrida de Pozoblanco, como tantos lances del destino que suman tragedia y casualidad, no figuraba en los planes iniciales de Paquirri como cierre de la temporada de 1984, aquel fatídico 26 de septiembre de 1984 que cayó en miércoles. El diestro de Barbate ya había sido ‘tocado’ algunos meses antes por Diodoro Canorea para torear el siguiente fin de semana en la feria de San Miguel de Sevilla pero tenía previsto viajar a América, con Isabel Pantoja, para torear un festival en Caracas. Ese festejo menor, de alguna manera, le liberaba del compromiso de volver a pisar el ruedo maestrante con la campaña vencida. De alguna manera, ya había renunciado a esas batallas. Todo hacía indicar que la temporada de Francisco Rivera iba a quedar cerrada en Logroño, el día 25 de septiembre. Pero le debía una a don Diodoro...
Canorea había dado por hecho que contaría con él en Sevilla; también con Paco Ojeda. Pero no pudo anunciar a ninguno de los dos. En esa tesitura, el recordado empresario de la plaza de la Maestranza –gestor también del coso de Pozoblanco- rogó al torero que aceptara anunciarse en la placita de la capital de Valle de los Pedroches el 26 de septiembre. Paquirri no quiso desairarlo y es que la historia se escribe con esas casualidades.... Francisco Rivera era, en 1984, la primera figura del toreo aunque su declive profesional también empezaba a ser evidente. Pero la fuerza de su fama le sostenía en las taquillas e iba ser el eje de aquella feria de Nuestra Señora de las Mercedes que acabaría entrando en la historia doméstica de este país.
Paquirri ya andaba a la vuelta de todo porque todo lo había conseguido. De alguna manera había dejado el terreno libre a otro coloso –de breve pontificado- llamado Paco Ojeda. Pero el reino del sanluqueño era de otro mundo. El trono que dejaba libre Francisco Rivera, definitivamente, estaba aguardando la irrupción de Espartaco que tomó el cetro del toreo sólo siete meses después de la tragedia de Pozoblanco, a raíz de la famosa faena al toro ‘Facultades’ en la Feria de Abril de 1985.
En cualquier caso, el aura de Paquirri trascendía ampliamente del ámbito del mundillo taurino. Era un famoso. Su primer matrimonio con Carmina Ordóñez, el divorcio posterior, sus cuitas sentimentales y... finalmente la boda con Isabel Pantoja le habían hecho un personaje popular y carne del papel couché. Pero esa popularidad estaba apoyada –sobre todo y ante todo- en su condición de primera figura del toreo.
Paquirri escaló a la cima desde la nada, apoyado en su indeclinable voluntad de ser, suprema lección de la cultura del esfuerzo. Había nacido en 1948 en una chocilla sin luz ni agua junto al arroyo Cachón, en Zahara de los Atunes. Aún era muy pequeño cuando Antonio Rivera, su padre, accedió a la conserjería del matadero de Barbate. Fue un respiro económico para la familia que arañaba unos duros más con los tratos de carne que Antonio –que también había querido ser torero- cerraba en las fincas de ese rincón del Sur que gravita en torno a Medina Sidonia. Pero Paquirri sólo podía ser torero; primero imitando las hermosas formas de su hermano José, Riverita; después mostrando una férrea determinación de ser. Todos acabarían fijándose en él...
Era un mocoso la primera vez que toreó en público, en una plaza improvisada por los colonos de Tahivilla. Pero el debut con el vestido de torear –prestado por Miguelín- no se hizo esperar. Antonio Rivera montó una herrumbrosa portátil en Barbate para que Paquirri oficializara su debut el 16 de agosto de 1962 con 14 años cumplidos. La fama de los hermanos Rivera empezaba a trascender del cerco gaditano pero, más allá de la atractiva fachada artística de Riverita, quedaba el poso de la precoz capacidad de Paquirri que el 28 de junio de 1964 se presentó con picadores en la plaza de toros de Cádiz. Estaba a punto de convertirse en el novillero de moda. Camará ya se había fijado en él.
La alternativa se preparó para el 17 de julio de 1966 en Barcelona. Antonio Bienvenida tenía que haberle cedido un toro del Marqués de Domecq que, en los primeros lances, cogió brutalmente al neófito sin que se pudiera verificar la cesión de trastos. Hubo que esperar casi un mes, hasta el día 11 de agosto, para que Paquirri volviera a hacer el paseíllo en la Monumental barcelonesa en medio de Paco Camino, su definitivo padrino, y El Viti. En los corrales aguardaba una corrida de Urquijo. Ya era matador y se encontró, de pronto, en medio de la impresionante baraja de estrellas de la Edad de Platino. Y acusó el escalón...
Había que plantar cara a los colosos, encontrar su propio camino. José Flores ‘Camará’, su apoderado, supo moldear aquel diamante en bruto que aún tenía que encontrar su verdadera personalidad taurina cuando surgieron las dudas. “Aprende a ser yunque para cuando seas martillo” fue la mítica frase que el legendario apoderado cordobés grabó en el subconsciente de su torero. Acabaría siendo inscrita en dos azulejos, encargados por uno de sus más íntimos amigos que regaló uno de ellos al torero. Paquirri colocó el suyo en la hoy manoseada finca de Cantora. El otro cuelga de las paredes de una casa de Córdoba.
Cantora: la Esparta del toreo
Su exhaustiva preparación física, taurina y mental –recluido en Cantora- se convirtió en modelo para los toreros jóvenes y las nuevas generaciones, que hicieron suyos –adoptándolos como peaje del triunfo- los sacrificios del torero de Barbate en su camino a la cumbre. La finca de la carretera de Vejer a Medina se erigiría en el cuartel invernal del toreo en la Baja Andalucía. A Paquirri le encantaba enseñar, preparar, orientar a los nuevos matadores. Los últimos que pasaron por allí fueron Mendes y El Soro, también Espartaco, definitivo sucesor natural del maestro.
José Carlos Arévalo y José Antonio del Moral, los mejores y más autorizados biógrafos del torero, narran en el libro ‘Nacido para morir’ algunos detalles de la férrea disciplina invernal de preparación en esa finca comprada con su esfuerzo, convertida ahora en piedra de toque del dudoso espectáculo televisivo. Pichardo, su banderillero de confianza, recordaba en esas páginas los rigores del entrenamiento dirigido por Paquirri: “...se levantaba a las seis de la mañana y nos iba despertando uno a uno...”.
No faltaban las carreras hasta Medina Sidonia, con vuelta a la finca. Una mañana regresaba con Víctor Mendes, corriendo desde el pueblo. El portugués no pudo más. “No te importe, súbete encima de mí”, fue la respuesta de Francisco Rivera, que se lo llevó a hombros, sin dejar de correr, en los tres kilómetros que aún restaban para la finca. Cuando sonaba el primer clarín en las Fallas el equipo humano funcionaba como un mecanismo de relojería.
Hitos profesionales
Pero conviene recuperar el hilo de la trayectoria vital y taurina de Francisco Rivera, una joven figura que navegaba a todo trapo por las ferias en la bisagra de las décadas de los 60 y 70. Aún le quedaba dar el definitivo paso; pasar esa raya diferencial que lo igualara a los grandes maestros. Lo consiguió, definitivamente, en 1971. El antes y el después se puede marcar en las Fallas de aquel año, que le catapultaron al estrellato. Comenzaba su propia era...
La década de los 70 marca la plenitud profesional de Paquirri, que aún tuvo que salvar algunos baches personales y profesionales, especialmente a raíz de la cornada sufrida en la Feria de Abril de 1975, que le quitó el sitio delante de los toros. El bache fue breve: el torero reencontró su propia senda ese mismo año con un difícil ejemplar de Pablo Romero en Bilbao. Tres años después, de nuevo en Sevilla, resultaría gravísimamente herido por un toro de Osborne durante el tercio de banderillas. El animal le infirió dos tremendas cornadas en ambos muslos y cayó fulminado después en la arena. El presidente le concedió la oreja que le fue llevada a la enfermería en la que, por primera vez, fue operado por Ramón Vila Jiménez, que había sucedido a su padre, Ramón Vila Arenas.
Aquellas cornadas sólo dejaron las huellas de dos inmensas cicatrices. Al año siguiente llegaría la consagración como gran maestro del toreo cuajando de cabo a rabo al célebre toro ‘Buenasuerte’, marcado con el hierro de Torrestrella, su ganadería predilecta. Fue el 24 de mayo de 1979 en Madrid, fecha que se puede marcar como cénit taurino del maestro de Zahara de los Atunes. La de aquel año, fue la temporada de su vida...
Pero hay que anotar otros hitos para entender los vericuetos profesionales de Paquirri, que sólo un año después, en 1980, encontraría la fría displicencia del público madrileño encerrándose en solitario en la corrida de la Beneficencia. De alguna manera, había comenzado el viaje de vuelta; el torero daba paso al famoso. Pero aún quedaba un último gran hito en su carrera: fue su última salida a hombros por la Puerta del Príncipe, el 28 de abril de 1981. Cortó tres orejas, arrasó con todos los premios... pero, dos días después y en esa misma feria, sufrió una brutal voltereta cuando recibía a portagayola a un toro de Torrestrella que iba a quebrar para siempre su regularidad. La guerra del toreo había acabado para él.
Dos años después, en la primavera de 1983, llegaba el matrimonio con Isabel Pantoja. Pero el reloj ya estaba en marcha. Ya lo hemos dicho. La temporada de 1984 era de recogida pero el destino estaba escrito en Pozoblanco...
Coda
Cuando escribo esto –y adopto la primera persona del singular- evoco uno de mis primeros recuerdos infantiles, aterrado y en brazos de un coloso recamado de oro. Fue en el antiguo túnel de cuadrillas de la plaza de toros de Los Califas, que apenas llevaba diez años en funcionamiento. Años después supe que era Paquirri, al que habíamos acudido a saludar por los lazos de amistad que unían a mi familia materna con el clan Ordóñez y, por extensión, al coloso de Barbate.
En el anochecer del 26 de septiembre de 1984 el autor de estas líneas tenía 12 años y estaba comenzando séptimo de E.G.B. Una llamada telefónica al ‘góndola’ de la casa familiar de Córdoba alertó de que algo grave estaba pasando en Pozoblanco. Se hablaba de una cornada gravísima, de un posible traslado a la capital... Nos apresuramos a poner la radio. Ya era de noche –trajín de cenas y tareas infantiles en la bruma del recuerdo- cuando las ondas confirmaron lo irremediable. Paquirri había muerto a las puertas de Córdoba.