Madrid, 15 de mayo de 1920. Día de San Isidro. En la plaza de toros de la carretera de Aragón, donde hoy se levanta el Palacio de los Deportes, no cabía un alfiler. Pero el ambiente se podía cortar con un cuchillo. En el ánimo del aficionado pesaba la presunta espantada de Joselito, que había modificado su compromiso inicial con la empresa del ruedo de la corte para estar al día siguiente en Talavera. Se trataba de una operación urdida con su cuñado Ignacio Sánchez Mejías para congraciarse con el crítico Gregorio Corrochano, que llevaba azotándole sin piedad en las dos últimas campañas. Gallito había prometido ajustar una nueva fecha, pero había otras circunstancias que habían contribuido a caldear el ambiente. La principal era la ausencia de la anunciada corrida de Albaserrada. Los toros habían sido desechados por los veterinarios pero no tardó en propagarse el rumor de que el propio Joselito los había rechazado por un hipotético exceso de trapío que no era tal. Fueron sustituidos por un envío de Carmen de Federico que, para más inri, acabaría saliendo inválido y hasta con sospechas de enfermedad.

José hizo el paseíllo junto a Juan Belmonte e Ignacio Sánchez Mejías mascando aquellas iras. Los colosos pudieron apreciar esa animadversión al llegar al patio de cuadrillas del viejo coso de Goya donde no faltó un desagradable desencuentro con un espectador que terminó entre insultos. Aquel tenso momento causó una honda impresión en Joselito, que hizo un aparte con Belmonte, su rival e íntimo amigo, cuando se serenó el ambiente: “Lo mejor es que dejemos de torear en Madrid una temporada larga...”.

La corrida transcurrió en medio de una auténtica escandalera adobada por el ambiente enrarecido que la había precedido. Pero el mosqueo subió de tono por el pésimo juego de los antiguos ‘murubes’, ya en manos de la familia Urquijo por mediación del propio Joselito. Joselito, viendo que el primero no se tenía en pie, ordenó apuntillarlo sin llegar a montar la espada mientras se formaba una auténtica galerna. Un almohadillazo le golpeó el brazo y el alma. Al final torearía dos sobreros: uno de Salas y otro de Medina y Garvey. El cuarto y el quinto también fueron devueltos en medio de la rechifla general. El diestro de Gelves –recogen las crónicas de la época- quiso congraciarse con el público en el último toro instrumentado un vistoso quite por delantales. En el Sol salió una voz que acabó de sentenciar el despropósito: “¡Diez mil pesetas por un quite: ladrón!”. Corrochano, fiel a su estilo, no perdió la oportunidad dictando una crónica en ABC que, parafraseando al todopoderoso Guerrita, tituló ‘Habéis estao fatales’...

Joselito cenó aquella noche en El Restaurante Bilbaíno y compartió sobremesa con su cuñado Ignacio, un tal Darío López –apoderado del banco Urquijo- y el influyente crítico y futuro ministro César Jalón, que firmaba sus escritos taurinos con el sobrenombre de ‘Clarito’. Él también había publicado una crónica en El Liberal con un titular que rezaba: ‘El peón Josele apuntilla en los medios al toreo moderno”. Su valioso libro de memorias arroja luz sobre algunos detalles del final de aquel día frustrante que el diestro de Gelves –al que aún le duraba el sofocón- prolongó llevándose a un grupo de amigos a su casa de la calle Arrieta. En aquella reunión, posiblemente, figuraba el gran escultor Mariano Benlliure -¿o fue durante la tensa espera del festejo, mientras recibía los admiradores antes de vestirse de luces?- El creador valenciano, a sus cincuenta y siete años, era una figura más que consagrada de las Bellas Artes. Joselito le dedicó una fotografía que no admite dudas: “A Mariano Benlliure, José Gómez Gallito; 15 de mayo de 1920”. Entonces no podía saberlo, pero le estaba dedicando un retrato al autor de su mejor epitafio, fundido en bronce...

José, a pesar del trasnoche y el disgusto, se levantó temprano el 16 de mayo de 1920. La tropa de toreros y acompañantes había quedado en la madrileña estación de Delicias para hacer el viaje a Talavera de la Reina. Llegó el primero. Le acompañaba su hermano Fernando y toda la cuadrilla. Se fue sumando el resto de la partida: Leandro Villar –empresario ocasional del festejo-, Peris Mencheta, el propio Gregorio Corrochano... Faltaba Ignacio Sánchez Mejías y su gente que llegaron tarde, con el tren a punto de salir, visiblemente sofocados después de haberse peleado con unos borrachos trasnochadores que les habían insultado por los malos resultados de la corrida del día anterior.

Llovía sobre Madrid por la mañana y seguiría lloviendo después hasta el punto de provocar la suspensión del festejo previsto para la tarde, el mismo que Joselito desistió de torear para ir a Talavera. Pero la corrida de la localidad toledana, con el variopinto grupo metido en el tren, seguiría hacia adelante. No faltaron nuevos incidentes en los que la novelería –a toro pasado- quiso adivinar el fatal destino de aquella máquina de vapor. El más sonado fue en Torrijos, donde el tren paró y bajaron a comprar comida. Un “palurdo”, escribiría después Corrochano, trató de arrebatar un pan a Joselito que en el forcejeo acabó arrojando al sujeto contra un velador que resultó hecho añicos. Hubo que pagar el estropicio mientras el tren acumulaba retraso. Pero el cronista de ABC aprovechó el lance en su crónica posterior para seguir echando balones fuera al asegurar que Joselito, apercibido de la preocupación de su amigo Leandro Villar por la lluvia que repiqueteaba en las ventanillas, le tranquilizó diciendo: “No te apures Leandro, que para que se suspenda tiene que caer el diluvio. Desde que me he enterado de que mi padre inauguró esta plaza, soy capaz de pagar lo que pidan por torear en ella”. Que cada uno saque sus propias conclusiones...

Pero el tiempo sí dio tregua en Talavera. El público, que llenaba la plaza hasta los topes, dedicó una tremenda ovación a los toreros. Oficiaba de sobresaliente un tal Cuchet que acabaría como rejoneador por ruedos americanos. Joselito e Ignacio hicieron el paseíllo con ambiente de fiesta aunque la dura y correosa corrida de la tía de Corrochano –la célebre viuda de Ortega- no quiso sumarse al jolgorio que se vivía en los escaños cuando sonaron los clarines. Joselito, vestido de grana y oro, brindó el primero –según el testimonio de Corrochano, único revistero presente en Talavera- con la ceremonia que se estilaba en la época: “Brindo por el presidente, por su distinguido acompañamiento y por el pueblo de Talavera, adonde tenía muchas ganas de torear, porque esta plaza la inauguró mi padre, por cuya memoria brindo también”. La presunta transcripción del brindis por parte del cronista no deja de ser una manera de seguir abonando su propio terreno, desligándose –como veremos en un reportaje posterior- de cualquier participación en la gestación de aquella corrida que había sido montada, jugando con la vanidad del crítico, para cesar su campaña de descrédito contra Joselito.

El quinto se llamaba ‘Bailaor’. Era chico y terciado; también cornicorto y seguramente estaba reparado de la vista. Fue tan malo como el resto y mató todos los caballos con los que topó, narraría Corrochano en la crónica publicada en ABC el 18 de mayo de 1920 en la que presume de ¡complicidad! con el mismo torero al que llevaba fustigando sin recato los dos últimos años. El cronista, arrobándose un insólito papel protagonista en medio del ocaso del ídolo, afirmaba que le había indicado a Gallito que el toro no le agradaba. “Uno de tantos comentarios mudos como Joselito y yo hacíamos en las corridas” afirmaba sin el más mínimo rubor el periodista en una crónica que quería convertir, de alguna manera, en un exorcismo de sí mismo.

José tuvo que bregar mucho con ‘Bailaor’ hasta el punto de que se le acabó soltando la faja. Desistió de banderillear y tomó espada y muleta. El toro se había parado en el tercio, refugiado a las espaldas de su marcada querencia a las tablas. No terminaba de emplearse en la muleta de Joselito que trataba de sacarlo de sus querencias con pases de tirón. El matador, en un descuido, tomó distancia del animal mientras trataba de rearmar la muleta advirtiendo a sus banderilleros Blanquet y Cuco que le dejaran con él. El bicho –como suele pasar con los toros burriciegos- advirtió su presencia en la distancia larga y se arrancó como un obús sin darle tiempo a nada. Le pegó una cornada en el muslo y lo echó por los aires clavándole el pitón en la barriga. Cayó al suelo y el toro rebañó sin poder alcanzarlo. José se contrajo pero aún sacó fuerzas para quedar sentado. Le había abierto la barriga y sostuvo con sus propias manos las tripas que se derramaban de su vientre mientras las miraba sabiendo, mejor que nadie, lo que eso significaba.

Llegados a este punto, Corrochano sigue adoptando en su crónica un papel de increíble protagonismo en medio de la tragedia: “Cuando le incorporaron me miró con cara de angustia, y me señaló con la mano la ingle, al mismo tiempo que se recogía los intestinos, que le asomaban”. Las asistencias lo levantaron mientras se desvanecía invocando al doctor Mascarell, cirujano de la plaza de Madrid. Acababa de entrar en un colapso del que no lograrían sacarle los médicos locales ni los que, presentes en la corrida y apercibidos de la tremenda gravedad del percance, se presentaron en la enfermería. Leandro Villar salía disparado hacia Madrid en busca del tal Mascarell mientras en aquel cuarto de curas se empezaba a luchar contra lo imposible. Corrochano, en su crónica, hablaría de sueros, inyecciones de cafeína, alcanfor para tratar de revocar el colapso... Todo fue en vano. José llegó a reaccionar en uno de esos intentos de reanimación para terminar cayendo en el sopor definitivo.

El parte médico firmado por el doctor Luque era también un certificado de lo irremediable: “herida en el vientre y región inguinal derecha, con salida de epiplón, intestino y vejiga, shock traumático y probable hemorragia interna, de pronóstico gravísimo, y otra herida grave en el muslo derecho”. Pero Joselito aún iba a tardar en morir mientras Ignacio Sánchez Mejías lidiaba el sexto con arrojo, en medio de un clima de gran consternación. Cuando le dio muerte corrió a la enfermería con un íntimo y fatal presentimiento mientras se desencadenaba la tragedia. José estaba expirando. Antes de las seis y media de la tarde todo se había consumado y el público, advertido del terrible desenlace, abandonó la plaza conmocionado mientras se hacía un espeso silencio en toda la población que celebraba el día de su patrona, la Virgen del Prado, en aquella tarde de mayo.

Los telegramas –el medio de comunicación más inmediato de la época- no tardaron en llevar a Madrid la noticia de la gravedad primero y de la muerte después. Rafael El Gallo, aturdido y sin conocer aún el terrible desenlace de la tremenda cogida, voló hasta Talavera en el coche de Isidoro Fernández de la Mora que sólo le comunicó la verdad que ya sabía de antemano cuando quedaban pocos quilómetros para la población. Mientras tanto, ajeno a aquel desastre, Belmonte andaba entreteniendo aquella tarde perezosa y lluviosa, jugueteando con un novedoso pasatiempo de mesa y haciéndose acompañar de la variopinta tropa habitual en su domicilio madrileño de la calle Lista. Antonio Conde, su mozo de espadas, ya había recogido algunos rumores en la calle pero no terminaron de hacerle demasiado caso. Fue el propio Clarito –que no había asistido a Talavera- el que irrumpió en el piso confirmando la noticia. Con las inéditas, sinceras y espesas lágrimas de Juan se derramaba también la Edad de Oro. Era el ocaso de un dios.