La cuenta atrás del ‘Año Gallito’ ya ha comenzado. La Hermandad de la Macarena y la cátedra Sánchez Mejías, abanderadas del proyecto, ya han hecho público el completo programa de actos y actividades que saludará el centenario de la muerte del grandioso torero de Gelves en el ruedo de Talavera saldando esa “deuda” que el hermano mayor de la corporación de San Gil, José Antonio Fernández Cabrero, admitió tener contraída con Gómez Ortega, una de las figuras más fascinantes para entender la efervescencia cultural, social, artística, devocional y por supuesto taurina que se vive en los primeros lustros del siglo XX.

José encontró en la corporación de la Macarena la devoción de su vida e hizo de la Virgen de la Esperanza un auténtico asidero en los momentos de zozobra. Esa relación se reforzó con la amistad de dos actores fundamentales para entender la pujanza de esta hermandad fundamental: el genial diseñador Juan Manuel Rodríguez Ojeda y el influyente canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón.

Llegados a este punto conviene recordar el papel que jugó Pabón, que además de ser íntimo de José fue el inspirador intelectual de algunas de las caras de la revolución poliédrica que se estaba obrando en el seno de la hermandad de la Macarena. Se ha analizado hasta la saciedad el papel renovador de Juan Manuel Rodríguez Ojeda, reinventor de la estética de la cofradía popular; también se ha subrayado en los últimos tiempos como merecía el rol de Joselito El Gallo como financiador de los proyectos de su amigo Juan Manuel.

Pero este binomio se convierte en relación triangular al incluir el papel activo de Muñoz y Pabón que trascendió de la Macarena y alcanzó –ya lo contamos en El Correo- hasta la coronación canónica de la Virgen del Rocío. El impar canónigo de Hinojos, ya había firmado un inolvidable artículo –‘La pelota está en el tejado era el título de la pieza- imprescindible para entender la maquinaria humana que puso en marcha la coronación canónica de la Reina de las Marismas, el 8 de junio de 1919 en la que también tuvo una activa participación el torero de Gelves. Cuando el cardenal Almaraz deposito la corona en las sienes de la Virgen quedaba menos de un año para que Joselito cayera fulminado por un toro de la Viuda de Ortega en Talavera de la Reina...

El asunto de las coronaciones no era nuevo para Muñoz y Pabón que había tenido una parte muy activa en la preparación de la coronación canónica de la Virgen de los Reyes junto al arzobispo Spínola, fundador de este periódico. Pero el canónigo de Hinojos volvería a echar toda la carne en el asador orquestando aquella coronación “popular” de la Macarena que no se puede desdoblar de la obra de Ojeda y de la creciente influencia de Joselito en la hermandad de su vida. Aquella ceremonia, celebrada en San Gil el Viernes de Dolores de 1913, ya iba a contar con tres piezas maestras para entender la materialidad de la devoción a la Virgen de la Esperanza. Son la corona de Reyes y el llamado manto camaronero o de malla que había alumbrado el genial diseñador para la Semana Santa de 1900. Pero Rodríguez Ojeda añadió a ese atavío las cinco ‘mariquillas’ verdes de cristal de roca que Gallito había comprado en una joyería de París. Se había creado un inconfundible modelo iconográfico que quedaría indisolublemente unido a otra pieza fundamental, verdadera piedra angular de la cofradía moderna: el palio rojo de 1908.

Ese palio y el manto de malla tampoco fueron ajenos al mundillo taurino y la familia de los Gallo. El profesor Palomero Páramo ya alumbró algunos datos interesantes en ese aspecto: Juan Manuel llegó a organizar dos novilladas en la plaza de la Maestranza los días 30 de julio y 19 de agosto de 1900 para sufragar el célebre manto. En la primera de ellas, entre otros, actuó Rafael El Gallo; en la segunda, su hermano Fernando. Pero es que el famoso palio rojo también iba a ser sufragado con la recaudación de varios festejos taurinos. Ojeda montó esta vez tres novilladas en 1907 en las que se lidiarían reses de Miura, otro apellido taurino estrechamente vinculado a la corporación de San Gil.

Joselito seguiría esa estela al anunciarse en la plaza de la Maestranza el 14 de agosto de 1912, víspera de la fiesta de la Virgen de los Reyes. Gallito se encerró en solitario con seis novillos de los hierros de Benjumea, Miura, Murube, Parladé, Tovar y Santacoloma. El objeto de la encerrona era, precisamente, recabar fondos para la famosa corona de oro diseñada por Rodríguez Ojeda que se estaba labrando en la joyería de Reyes aunque el resultado del festejo fue feliz en lo económico no respondió del toro a la expectación levantada. “José no hizo en los cinco primeros bichos nada de notable, llegando a escuchar protestas en la muerte del cuarto y quinto; únicamente en el sexto logró alegrar al público, pues toreó de capa y muleta y banderilleó muy bien, por lo que fue ovacionado”, señalaba la crónica publicada en El Toreo un par de días después. Mes y medio más tarde, Joselito se convertía en matador en la misma plaza de manos de su hermano Rafael.

La corona era una realidad pero había que imponérsela a la Virgen con una solemnidad acorde al imparable fervor que ya despertaba la Esperanza. Y ahí volvieron a entrar en liza los oficios de Muñoz y Pabón, organizando una ceremonia que se celebró en la parroquia de San Gil y contó con el concurso del arzobispo Almaraz que, sin embargo, no fue el encargado de imponer la nueva presea en las sienes de la Virgen sino el propio Pabón. ¿Estaba marcando las distancias legales para certificar que no se trataba de la preceptiva y rarísima coronación canónica? Daba igual: a la que pasaría a la historia como coronación popular de la Macarena no le faltó su cardenal, tampoco su propio ajuar, tan íntimamente ligado a la figura de Joselito. Pero en ese momento nadie podía imaginar que aquella corona timbraría, sucesivamente, los tres mantos de salida confeccionados a la imagen a lo largo del siglo XX: el camaronero y el de tisú, ambos de Juan Manuel Rodríguez Ojeda, a los que siguió el que se bordó en los talleres de Caro bajo diseño de Marmolejo para la definitiva coronación canónica de 1964.

Pero hay que volver a las circunstancias en las que se produce aquella primera coronación de 1913 a la que José asistiría como flamante matador de toros. La ceremonia se celebró el 14 de marzo, Viernes de Dolores, como colofón a los cultos cuaresmales de aquel año. Ya lo hemos dicho: la Virgen fue entronizada en el palio rojo y vestida con el manto camaronero. El Correo de Andalucía, en el número correspondiente al 15 de marzo de 1913, recogía la crónica de aquel fastuoso ceremonial: “La hermosa imagen de la Esperanza se hallaba colocada en el paso vistiendo la saya y el manto con el que hace estación y luciendo todas las joyas”, incluyendo las mariquillas de cristal verde que le había regalado José y colocado Juan Manuel. La Virgen ya tenía su manto, su paso y su corona...

Quedaban poco más de siete años para la cita ineludible de Talavera. Hasta entonces nadie osó discutir el trono de Joselito. Pero la tragedia se consumó aquel 16 de mayo de 1920. El toreo, toda España, se vistió de luto. Juan Manuel Rodríguez Ojeda levantó un túmulo casi onírico en San Gil y cubrió de gasas negras a la Virgen de la Macarena, a la que Gallito había prometido doce varales de oro que quedaron en leyenda. La llegada del cadáver a la estación de Plaza de Armas constituyó una impresionante manifestación de duelo y hasta un ejercicio de culpa colectiva. Había muerto el rey de los toreros.

El Correo de Andalucía salió a la calle el 23 de mayo refiriendo los detalles del fastuoso ceremonial celebrado el día antes en la catedral de Sevilla por el eterno descanso del coloso de Gelves. Pero una vez más -es el sino de esta tierra de María Santísima- no había llovido a gusto de todos... Conviene retroceder algunas horas. El día 22, en su edición vespertina, el decano de la prensa sevillana había incluido otro artículo de Muñoz y Pabón en el que defendía con vehemencia aquellos honores póstumos para José. La nobleza y la poderosa burguesía agraria de la época se habían echado las manos a la cabeza: para ellos, la catedral de Sevilla no podía ser el escenario de los funerales de un simple matador de toros, por famoso que fuera, que además tenía un cuarterón gitano.

Merece la pena desempolvar el artículo del impar canónigo choquero en la valiosa hemeroteca de El Correo. Pabón pegó un severo repaso a las fuerzas vivas hispalenses señalando, entre otras perlas, que “si Joselito no ha sido tan funesto para la nación y para la Iglesia como lo son los políticos -aquí entran también los locales-, nadie tiene la culpa”. El canónigo tampoco se cortó al afirmar que “en las honras de Joselito ha estado toda Sevilla, empezando por vosotros, los títulos y los grandes, y acabando por los pobres y los humildes. ¿Es que os duele el contraste?... El remedio no está en Roma: mereced ser queridos en vida y llorados en muerte. El pueblo hará lo demás”, escribía Muñoz y Pabón en las páginas de este periódico.

Pero el calonge aún se adornó al lanzar un último dardo: “Por cierto que no han faltado títulos de Castilla -asistentes al acto- que han sentido escándalo de que todo un Cabildo Catedral haga exequias por un torero... Pues, ¿qué? ¿No sois vosotros los que aplaudís a los toreros y los jaleáis; los que los aduláis, formándoles corte hasta las mismas gradas del Trono”. ¿Quién se atrevería hoy, casi un siglo después, a realizar ese ejercicio de verdadera libertad de expresión que permanece cargado de rabiosa actualidad? La nobleza de la época, aglutinada en la Maestranza, tampoco podía perdonar a Joselito su impulso a la efímera plaza Monumental de San Bernardo -de la que también se acaba de cumplir un siglo- que entendieron como un ataque a la exclusividad del viejo coso del Arenal.

Aquel valiente artículo del canónigo de Hinojos fue recompensado con una pluma de oro costeada por suscripción popular. Pero Muñoz y Pabón quiso ofrendar ese regalo a la Esperanza de la Macarena después de intentar trocarlo por una limosna de trigo para los pobres: “Sea el obsequio una pluma. Y de oro... pero póngasela un alfiler, que la convierta en imperdible o broche, para sujetar con ella el cíngulo de la Esperanza”. Desde entonces, esa pluma de oro forma parte del aderezo más inconfundible de la Esperanza junto a la corona de la joyería Reyes y las mariquillas de cristal verde que le había comprado en París el rey de los toreros. Al canónigo tampoco le quedaba mucho tiempo. Murió el 3 de diciembre de aquel mismo año... Un siglo después de todo aquello, la Hermandad de la Macarena se dispone a mojar la pluma de Pabón con tinta nueva para subrayar una historia de devoción y fidelidad que permanece intacta.