Billy Budd: La imposibilidad de amar

La ópera de Benjamin Britten ‘Billy Budd’ resulta ser un espectáculo fascinante en el que la capacidad de amar y ser amado se puede convertir en un carga insoportable si alguien decide que ni puedes amar ni puedes ser amado. La zona más clara y la más oscura enfrentadas sin reservas para trazar el mapa de una realidad que es de todos.

11 feb 2017 / 12:45 h - Actualizado: 10 feb 2017 / 23:14 h.
"Ópera","Música - Aladar","Música clásica"
  • Billy Budd: La imposibilidad de amar
  • La puesta en escena de Deborah Warner es una demostración de inteligencia y perfecta comprensión de la partitura de Britten. / Fotografía: Javier del Real
    La puesta en escena de Deborah Warner es una demostración de inteligencia y perfecta comprensión de la partitura de Britten. / Fotografía: Javier del Real
  • Los aspectos técnicos de la producción están cuidadísimos. La luz está diseñada de forma soberbia. / Fotografía: Javier del Real
    Los aspectos técnicos de la producción están cuidadísimos. La luz está diseñada de forma soberbia. / Fotografía: Javier del Real
  • El Coro Titular del Teatro Real logra un trabajo sobresaliente. / Fotografía: Javier del Real
    El Coro Titular del Teatro Real logra un trabajo sobresaliente. / Fotografía: Javier del Real

Madrid se dibuja precioso gracias a la luz amarillenta de un sol perezoso. Aunque se apaga, muy poco a poco, para dejar paso a una claridad artificial que varía dependiendo de si los noctámbulos son muchos o pocos, de si las fiestas se alargan algo más de la cuenta o acaban a la hora prevista, de si el que mira decide seguir disfrutando de lo sentido aunque falte.

Las butacas del Teatro Real se ocupan con rapidez. A las ocho en punto de la tarde todo está preparado para que se represente la ópera de Benjamin Britten Billy Budd. Esperada desde hace demasiado tiempo.

En el escenario, decenas de cabos hacen las veces de los barrotes que cierran una prisión. Porque el barco en que se desarrolla la trama es una cárcel cruel, llena de injusticia y vacía de los sentimientos que aportan la condición humana a las personas.

Pronto sabemos que estamos frente a un todo en el que cada elemento es milimétrico y ocupa el lugar exacto. La iluminación es perfecta; el movimiento sobre las tablas luce ordenado y lleno de sentido; la música arropa a los cantantes con mimo. Todo parece haber estado allí desde siempre, esperando a que lo pudiéramos disfrutar.

La partitura de Britten es sólida y se construye entre claras reminiscencias de Katia Kobanova de Leoš Janáèek y de Lady Macbeth de Minsk de Shostakovich. Acompañada por el libreto de Forster y Crozier, nos habla de la imposibilidad de amar. Siempre se dijo que Britten quería contraponer el bien y el mal en esta ópera desasosegante, pero ¿hay mejor forma de hacerlo que hablando de amar o no poder hacerlo; de no poder amar e impedir, al mismo tiempo, que otros amen? No deja Britten ni un minuto de respiro, la intensidad musical casada a la perfección con la dramática hace que el que escucha tenga que dejarse llevar hasta ese territorio en el que se descubre una verdad. Es importante señalar que Ivor Bolton realiza una dirección musical que alcanza una gran altura logrando que la Orquesta Titular suene como el público de Madrid espera. De hecho, la ovación que recibieron director y músicos al finalizar la representación fue muy, muy, importante y eso no pasa todos los días.

En el escenario no dejan de pasar cosas. Y ninguna es despreciable.

El coro se impone a las dificultades de la partitura con robustez; después de un buen puñado de horas ensayando. Esto es algo que se intuye porque pocas veces se ha visto al coro Intermezzo con ese empaque sobre el escenario. Aunque Jacques Imbrailo consigue un Billy Budd luminoso y perfilado como el recipiente en el que cabe todo el amor del mundo, es Brindley Sherratt (encarnando a un torturado y lesivo John Claggart) el que más destaca desde el punto de vista vocal. Sobre todo porque logra que la platea entienda qué es lo que sucede y, sobre todo, la razón por la que nos cuentan eso y no otra cosa. Muy bien Toby Spence interpretando un papel difícil (Vere).

Y mientras los cantantes hacen su trabajo y los músicos el suyo, los espectadores comprueban que hay propuestas de los directores de escena actuales que merecen la pena. Porque son auténticas, porque resultan coherentes, porque crecen desde una inteligencia que se gestiona más que bien. El que escribe celebra que haya sido una mujer la que haya presentado una puesta en escena tan precisa y tan honda. Deborah Warner hace una lectura de la obra en la que las aristas son las protagonistas. No se queda en lo evidente sino que busca eso que está y no se dice. Entiende perfectamente que Britten vivía una realidad personal y que eso es imposible que no aparezca en la vida de un artista. Podrá estar más o menos oculta, será más o menos evidente, pero siempre está.

La noche de ópera resulta estupenda. Todo lo que es emocionante deja un poso especial, deja la sensación en el espectador de que ha asistido a algo importante. Y es difícil no pensar en cómo es posible que esta ópera no se haya podido ver antes en el Teatro Real de Madrid.

Más allá de Billy Budd, Madrid sigue esperando a ser paseada y a que la luz amarillenta deje su descanso diario para que sirva de adorno eterno.

A la izquierda el barítono Jacques Imbrailo (Billy Budd), a la derecha el tenor Toby Spence (Vere). / Fotografía: Javier del Real