Menú

El olvido y Ayarra, el hombre que lloraba con su órgano

07 abr 2018 / 08:59 h - Actualizado: 05 abr 2018 / 21:48 h.
"Música","Obituario","Música - Aladar"
  • José Enrique Ayarra falleció el domingo 18 de marzo de 2018 a los 80 años. / El Correo
    José Enrique Ayarra falleció el domingo 18 de marzo de 2018 a los 80 años. / El Correo
  • Órgano de la Catedral de Sevilla. / El Correo
    Órgano de la Catedral de Sevilla. / El Correo
  • Vista de la cubierta de la Catedral de Sevilla. / El Correo
    Vista de la cubierta de la Catedral de Sevilla. / El Correo

El padre José Enrique Ayarra falleció el domingo 18 de marzo de 2018 a los 80 años. El 23 de abril se habrían cumplido 81 desde que nació en Jaca (Huesca) en 1937. Pero los medios de comunicación sevillanos –salvo honrosísimas excepciones- se limitaron a dar una noticia de agencia y algunos en escasas líneas o tiempo, comparadas con la grandeza del finado. Este quiere ser el homenaje de Aladar a una persona importante, buena

¿Quién era Ayarra? Nadie, por supuesto, sólo un cura que tocó el órgano durante casi 60 años en la mayor catedral gótica del mundo y tercer templo de la cristiandad, alguien que, aunque se definía como un cura con música en lugar de un músico con sotana, ha ofrecido más de mil conciertos en más de 70 países y estaba a punto de ofrecer otro cuando le sorprendió el derrame cerebral que le costó la vida.

Ya han pedido para él alguna distinción a título póstumo, claro, según costumbre muy sevillana de atracción por la necrofilia. El músico fue catedrático de órgano, catalogó la obra de otro músico y compositor sevillano casi olvidado, Manuel Castillo, asesoró a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, fue miembro de la Real Academia Sevillana de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría, se diplomó en Órgano y Canto Gregoriano por el Institut Catholique de Paris, a los 5 años tocaba la Marcha turca de Mozart, a los 10 sustituía al organista titular de la Catedral de Jaca y a los 11 fue profesor titular de piano en el Conservatoria de Zaragoza. Estuvo respaldado por el Cardenal Bueno Monreal, otro aragonés-sevillano que llegó a la capital de Andalucía entre otros motivos para apaciguar las malas relaciones entre el Cardenal Segura y Franco.

A nuestro cura Ayarra lo apoyaron sus padres que se dieron cuenta del talento musical del niño y, con los años, contaría con el respaldo de Bueno Monreal y de los también cardenales de Sevilla Amigo Vallejo y Juan José Asenjo. Pero lo relevante es que siempre llevó el nombre de Sevilla por esos mundos de Dios, alabando el instrumento que dominaba en la catedral hispalense al que colocaba a la altura de los mejores órganos del mundo. Ayarra era una prolongación de ese órgano y del de la Fundación Focus Abengoa («es maravilloso y está hecho a mi imagen y semejanza y lo tendré mientras viva», decía de él).

He rescatado unas palabras sentidas y hermosas, un testimonio histórico que el organista narró desde Sevilla en 2015 en una entrevista para El País de los Estudiantes, a propósito de la grandeza –en todos los sentidos- de la catedral de Sevilla. La pregunta que le hicieron era muy sencilla: «¿Qué siente usted al poder tocar en una gran Catedral como la de Sevilla?». Vale la pena reproducir su respuesta al completo:

«No me acostumbro, porque la catedral es asombrosa. Yo conozco todas las grandes catedrales del mundo... en el Vaticano, que cada vez que voy tengo que tocar una misa. Hace un año estuve tocando en las seis catedrales más grandes de Japón y no conozco ninguna catedral, no solo que sea tan grande como la de Sevilla, ni que esté mejor «vestida» que ésta. La riqueza que tenemos aquí en pintura, escultura, orfebrería, ni en el Vaticano. La primera vez que vino el papa, Juan Pablo, una noche que estaba él regular y se acostó pronto, sus familiares, su médico, el camarlengo, el Secretario de Estado, me llamaron por teléfono, a ver si yo les podía enseñar la Catedral. Fui a buscarles a las 11 de la noche y estuvimos aquí hasta las 2 de la mañana, viendo la Catedral a puerta cerrada. Cuando íbamos hacia el palacio donde estaban ellos hospedados, el cardenal Sodano, Secretario de Estado, la primera figura de la iglesia después del papa, me dijo: «Esto ni en el Vaticano». Tocar aquí acompleja, pero además el órgano es mi mejor amigo, un amigo se valora cuando tienes una plena confianza en él y te echa una mano cuando te hace falta. Cuando murió mi madre, que estaba viviendo conmigo aquí, quiso ser enterrada en Jaca y allí la llevamos. A la vuelta, cuando llegamos al aeropuerto, los familiares de mis hermanos vinieron a recogerlos pero yo no tenía a nadie. Cuando entré en mi casa, abrí la puerta y la vi oscura, cosa que no había pasado nunca, porque cuando yo venía de viaje mi madre siempre me estaba esperando, fuera la hora que fuera, a mí se me vino la casa encima. Me bajé a la catedral y estuve toda la noche tocando el órgano. No os podéis imaginar hasta qué punto me sentí comprendido por el órgano. Desde ese momento es mi mejor amigo, hace poco murió mi hermano Javier e hice lo mismo, el órgano me comprende, habla el mismo idioma que yo, llora y reza conmigo».

Como dijera en su día Juan Sebastián Bach, también el padre Ayarra –experto en Bach- consideraba que a través de la música conectaba con Dios. Cuando le preguntaron en una ocasión que explicara ese hecho, respondió: «Eso es muy sencillo, cuando uno es sensible a un arte, es indudable que ve belleza. Yo hago música porque me gusta y hago la música que me gusta. Esa belleza me lleva a meterme dentro de mí mismo. A través de la belleza con minúscula es muy fácil llegar a la belleza con mayúscula, porque en ese silencio interior Dios habla y es cuando mejor lo escuchas porque no hay más ruido. Es un diálogo que no se narra con palabras, pero se vive».

Murió Ayarra, ¿y qué?, pareció que nos decíamos los sevillanos. El muerto al hoyo y los vivos que sigan dándole al bollo. Sevilla sigue siendo, en gran medida, la madrastra para con sus hijos ilustres, hayan nacido en ella o sean adoptivos. Ya que hablamos de un gran organista, la reparación del órgano del convento de Santa Inés –donde Bécquer imaginó su leyenda Maese Pérez el organista- ha supuesto un conflicto con la oficialidad que ni come ni deja comer.

La Venta de los Gatos –otro lugar becqueriano- sigue triste y sola. El enorme pianista Pepe Romero yace donde habita el olvido. No hay un monumento para Luis Cernuda ni para Vicente Aleixandre, a ver qué pasa con la casa natal de Cernuda, la casa natal de Velázquez es una vergüenza verla, la casa donde falleció don Emilio Lemos Ortega, último compañero en morir de los que se unieron a Blas Infante en la Junta Liberalista, no tiene ni un recordatorio, no hay sitio para un museo que albergue las 365 giraldas que pintó el gran Amalio García del Moral, como tampoco hay sitio para las memorias de los ilustrados sevillanos Alberto Lista, Blanco White, Manuel María del Mármol, etc., porque en Sevilla eso de la Ilustración ha sonado siempre a libertinaje.

Nuestras dos puertas de entrada a la ciudad –todavía en el siglo XXI y en un país aconfesional situado en un mundo occidental laico- no se llaman Aeropuerto Luis Cernuda o Aeropuerto Ortiz Echagüe o Emilio Herrera –dos de los primeros en protagonizar aterrizajes pioneros históricos en España, allá por los años diez del siglo XX-, no se denomina Estación Antonio Machado a la del ferrocarril sino Aeropuerto de San Pablo y Estación de Santa Justa, faltaría más. La de Málaga se llama Estación María Zambrano y ¡la de Segovia Estación Guiomar!, el último amor de Antonio Machado, pero aquí, santos y más santos, que está muy bien pero no tan en demasía. Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces.

Hace poco murió Julio Manuel de la Rosa, uno de los principales narraluces, ¿qué ha sido de todos ellos? Manuel Barrios, Alfonso Grosso, José Luis Ortiz de Lanzagorta... Menos mal que algunas bibliotecas municipales del área metropolitana llevan el nombre de alguno de ellos porque hoy cualquier tímido patológico sevillano que se esconda tras las redes sociales puede tener medio millón de seguidores por tratar asuntos que gran parte de la juventud de los años sesenta y setenta los tenía asimilados. ¿Por qué las modas pasajeras deben sepultar a los creadores clásicos? ¿Cómo nos vamos a extrañar de la violencia y del mundo desbocado en el que vivimos si todo es utilitarismo e individualismo autodestructivo?

La muerte del padre Ayarra creo que me obliga a mi –ateo convencido y comunista ya de derechas- a alabar a un cura y músico muy pero que muy de derechas -que se lo pregunten a algunas de las alumnas de colegios religiosos donde fue a dar pláticas- ante la falta de monográficos y espacios mediáticos que profundicen en el acontecimiento. Criticamos a Cataluña pero ya quisiéramos poseer la intensidad con que aquella tierra trata a sus artistas.

La cultura, el pensamiento, la creación, no deben distinguir entre ideologías, nos lo demostró Rafael Alberti cuando abrazó a José María Pemán en Cádiz, en el contexto del pregón del carnaval que en el año 1981 pronunció el poeta comunista, recién llegado del exilio y con el intento de golpe fascista de Tejero a un tiro de piedra. En ese terreno, el de la creación artística, no se le debe pedir a nadie el carnet de identidad, como hacen los que viven del bollo –políticos o no- y arrojan a grandes artistas al hoyo del olvido.