La luz afortunada

Una exposición recorre la obra y la vida de uno de los pintores más exitosos del siglo XIX, que agradó de la misma manera a burgueses, instituciones, y refinados coleccionistas, que lo adoraron por su descubrimiento de Oriente. La muestra recorre un completo panorama de la pintura del que fue considerado el pintor español más importante después de Goya

10 feb 2018 / 08:23 h - Actualizado: 10 feb 2018 / 08:43 h.
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  • Fantasía sobre Fausto. / © Museo Nacional del Prado
    Fantasía sobre Fausto. / © Museo Nacional del Prado
  • La Batalla de Wad-Rass. / © Museo Nacional del Prado
    La Batalla de Wad-Rass. / © Museo Nacional del Prado
  • Los hijos del pintor en el salón japonés. / © Museo Nacional del Prado
    Los hijos del pintor en el salón japonés. / © Museo Nacional del Prado
  • Arena con línea de montaña. Marruecos. / © Museo Nacional del Prado
    Arena con línea de montaña. Marruecos. / © Museo Nacional del Prado

Hay algo destacado en la exposición del Prado que no está, que la sobrevuela. Algo que produce un eco en una muestra organizada con voluntad de ser absoluta. Es la ausencia de «La batalla de Tetuán», la obra maestra del pintor catalán, que habita en el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Hubiera sido ideal que estuviera, de la misma manera que debería ser posible que ésta selección viajara a Barcelona. Por salud mental, de todos. Por cultura, para evitar los relatos incompletos.

Esto no quiere decir de ninguna manera que la exposición quede desmerecida, ni que no sea extraordinario el recorrido en torno a la obra del pintor catalán, que lo es. Tiene más que ver con una reflexión subjetiva sobre el relato político de la cultura.

El comisario, Javier Barón, responsable de pintura del siglo XIX en el Museo del Prado, ha considerado que ese cuadro, con sus dimensiones colosales, adquiriría demasiado protagonismo, restando efectividad al hilo conductor. Es una opción legítima. Pesa la opinión del autor, que perdió interés en el encargo y lo dejó inacabado. También hay que tener en cuenta que el lienzo es una obra capital de la institución catalana y sería lógico que no se cediera. Pero precisamente ese formato, el contexto, los titubeos, y su importancia histórica, sitúan la pintura como un parteaguas en la carrera de Mariano Fortuny.

Fortuny viajó a Marruecos pensionado por la Diputación de Barcelona, para acompañar a una expedición militar de voluntarios catalanes que iba a participar en una guerra que en aquel momento se consideró justa, y necesaria para enfrentar la barbarie de las tribus levantiscas, afirmar las fronteras, y asegurar a nuestros ciudadanos en África, la Guerra de Marruecos. Un enfrentamiento que unió a la nación. Muestra de ello es cómo esa compañía levanta, en el centro del cuadro, la enseña nacional, aunque no se vea bien, ni se destaque en las fichas del MNAC, ni en la exposición que en torno a esa gran obra se han realizado en Montjuic.

El pintor se reconoció a sí mismo como Mariano, aunque ahora se modifique el nombre con normalizaciones lingüísticas, así lo vemos escrito en letras bien grandes en el retrato que le hizo su suegro -Federico de Madrazo- y que abre la exposición. También sabremos por la misma que era aficionado a la tauromaquia.

Todos estos detalles, que sobrevuelan los límites del Prado, son sin embargo de interés para entender nuestra Historia común, y captar las manipulaciones ideológicas. De la misma manera que la obra de Mariano Fortuny es imprescindible para comprender la transición desde la tradición clásica de los académicos y los saloniers -con sus raíces en Roma y en París- hasta los experimentos con la luz mediterránea, la fuerza orientalista de las ruinas de Granada o de Sevilla, o a los personajes arabizados del Magreb. Un camino que nos trae a la actualidad.

Porque las exposiciones están para ser disfrutadas, pero también para que el observador aprenda a formarse sus propios juicios de valor con los datos que se ponen ante sus ojos. Para interpretar el presente a través del arte y del pasado.

Sí está «La batalla de Wad-Ras», un boceto que forma la colección del Prado. También la parada militar de María Cristina y su hija, encargado por la reina regente para su palacio de París, que se muestra en un paramento vertical para restituirle su efecto original.

Sobre el resto -ciento setenta obras, algunas de las cuales no se habían expuesto nunca- no se puede opinar, porque la importancia y la cantidad de la muestra nos orillan al terreno de las preferencias. Una parte de los visitantes no tendrá duda en poner sobre lo demás la calidad de los desnudos, a los que Fortuny dota de una sensualidad mórbida; y de los cuadros de intencionalidad exótica, para quien fue uno de los grandes orientalistas, por su mirada penetrante sobre las atmósferas moras.

Hay quienes verán en sus arreglos florales, y en las escenas españolas e italianas, una forma de capturar la luz que lo anticipan a las investigaciones de Sorolla. Los estetas alucinarán con las colecciones de objetos que el pintor atesoró, amontonándolos en sus atelieres con voluntad anticuaria, algunos de los cuales acompañan la exposición, además de los correspondientes documentos gráficos que nos ayudan a entender su proceso creativo. Bocetos, planchas y grabados representarán una master class para los estudiantes y los aficionados, mientras que los burgueses caerán rendidos ante su mano de retratista.

Puesto que se ha titulado «Fortuny», hubiera sido interesante otra exhibición simultánea, donde se rindiera debido tributo a su hijo, que desbordara la sala que tiene dedicada en el Museo del Traje de Madrid, y nos resarciera –en parte- de que las voluntades testamentarias de su viuda no se cumplieran, viéndose privada España de la posesión del palazzo Pesaro degli Orfei en Venecia, con su colección íntegra. Ese mismo niño que aparece retratado «en el salón japonés», como bien recuerda el Ministro de Cultura en el catálogo.

Porque parte de las obras que están expuestas, en la exhibición, y que pertenecen a fondos de instituciones españolas o internacionales, están en ellas por la generosidad de Mariano Fortuny Madrazo y Henriette Nigrin.