Las diez mejores películas del cine mudo (2ª Parte)

Como corresponde a un momento fundacional, el periodo del cine mudo es uno de los más emocionantes de la historia del cine. Seguimos repasando las diez mejores películas de este cine

27 dic 2018 / 15:30 h - Actualizado: 27 dic 2018 / 16:06 h.
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  • El cine mudo fue decisivo para el desarrollo posterior de la industria cinematográfica
    El cine mudo fue decisivo para el desarrollo posterior de la industria cinematográfica

La pasión de Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928). El texto del guion se basa directamente en las transcripciones del proceso real a Juana de Arco en el siglo XV y nos presenta el juicio y ejecución de la heroína francesa. Es difícil describir con palabras la emoción que, con muy pocos elementos, transmite esta película. La obra es aparentemente minimalista, con decorados parcos y estilo sobrio. Tras los jueces del tribunal eclesiástico se alzan monolíticas paredes blancas, apenas con una ventana y una columna, y sus imágenes se contraponen a los primeros planos de Juana de Arco. Maria Falconetti, con la cámara pegada a su rostro desnudo (ninguno de los intérpretes llevaba maquillaje), realiza una potente interpretación naturalista, muy alejada de los cánones pantomímicos del cine mudo, ante la que es difícil permanecer impasible. Es una lástima que Falconetti no volviera a trabajar en la pantalla tras esta película, pero nos dejó una de las mejores interpretaciones de la historia del cine.

Las diez mejores películas del cine mudo (2ª Parte)

A pesar de su aparente sencillez el decorado de Rouen se construyó al completo, lo que elevó el presupuesto, pero este apenas se ve en la película, ya que, según Dreyer, el decorado era para los actores, no para el público. Es un ejemplo de cómo la película persigue, y alcanza, una autenticidad nunca vista hasta la fecha.

Las diez mejores películas del cine mudo (2ª Parte)

El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929). En esta película documental asistimos a un día en la vida de una ciudad, a la manera de otras «sinfonías de ciudad», donde la propia cámara, o su visión, es la protagonista. Esta nos embarca en un viaje de asociaciones y movimiento, en el que el montaje llega a alcanzar un ritmo frenético.

La afirmación de que los rusos son los maestros del montaje se ha convertido ya en un cliché, pero refleja la filosofía que vertebra gran parte del cine ruso desde Eisenstein hasta Sokurov, pasando, por supuesto, por Tarkovski, esto es, la idea de que el cine tiene que ser un arte de pleno derecho y para ello debe valerse principalmente de sus propias herramientas y depender lo menos posible de aquellas «prestadas» de otras artes, como la literatura o el teatro. Dziga Vertov (seudónimo de David Abélevich Kaufman) era un director de noticiarios soviéticos que llevó esta lógica a sus últimas consecuencias en su manifiesto Kinoks: una revolución y la puso en práctica brillantemente en El hombre de la cámara. Para Vertov el ojo cinematográfico es más perfecto que el ojo humano para observar el mundo, porque se puede adaptar según lo requiera la situación, ralentizando o acelerando la acción, centrándose en los elementos necesarios y editando juntos momentos dispares para crear un nuevo significado.

Las diez mejores películas del cine mudo (2ª Parte)

El acorazado Potemkin (Sergei Mijáilovich Eisenstein, 1925). Es la otra cara de la teoría del montaje rusa. A diferencia del radicalismo cinematográfico de Vertov, aquí Eisenstein utiliza una depuradísima técnica de edición para contar una historia plenamente narrativa, aunque sin claros protagonistas y con una intención propagandística. Se basa en la historia real del motín a bordo del Potemkin que sucedió durante la frustrada revolución de 1905. El punto álgido de la historia y de la película llega en la magistral escena de la escalera de Odessa, en la que civiles desarmados son masacrados por el ejército del zar. El contraste entre planos de masas huyendo de los disparos e impactantes primeros planos de la violencia da una idea de la escala de la tragedia y al mismo tiempo de su coste personal. Los soldados avanzan como autómatas, sus rostros apenas visibles, deshumanizados, mientras que contemplamos cada gesto de sufrimiento de los civiles de forma individualizada. La famosa secuencia, y especialmente el momento en que un carro con un bebé cae por las escaleras, ha sido imitada y parodiada infinidad de veces.

Eisenstein no era solo un director, sino también un profesor y teórico que escribió artículos y libros de diversos temas, desde su propia obra a la de Walt Disney, y encontró en el alma del cine aquello que más lo identifica y lo separa de otras artes: el montaje.

Las diez mejores películas del cine mudo (2ª Parte)

El maquinista de la general (Buster Keaton y Clyde Bruckman, 1926). Aunque se podría argumentar que Buster Keaton perfeccionó sus acrobacias y fue más inventivo en El moderno Sherlock Holmes (1924), El maquinista de la general merece esta posición por mera audacia y mayor coherencia narrativa. Durante la Guerra de Secesión americana, cuando el ejército unionista roba su locomotora, un maquinista del Sur (Keaton) se ve obligado a perseguirles por las vías del tren. Toda la película se vertebra así en esta persecución de ida y vuelta (lo que convierte a este filme en un precursor inesperado de Mad Max: Furia en la carretera), el escenario perfecto para el humor físico de Keaton, que aprovecha todas las posibilidades del medio, saltando entre los vagones con gran agilidad, sin perder nunca su famosa «cara de piedra», salvando peligros en el último momento y, por supuesto, haciendo descarrilar un tren por un puente. Fue su película más ambiciosa y la apuesta le costó cara, ya que tras su fracaso en taquilla Keaton perdió su independencia en proyectos futuros. Aun así, a día de hoy es la obra más reconocida del actor. Según Orson Welles, era «quizá la mejor película jamás realizada».

Las diez mejores películas del cine mudo (2ª Parte)

La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925). Durante la fiebre del oro, un prospector (Chaplin) llega a Alaska con la intención de hacerse rico. Allí pasará hambre y miserias antes de encontrar a Georgia (Georgia Hale), de la que se enamora. Fue el primer largometraje en el que Chaplin se dirigió a sí mismo como protagonista. Anteriormente había dirigido Una mujer de París, en la que se quedó tras la cámara para rodar un melodrama alejado del resto de su obra. No obstante, este poso de melodrama colorea también su producción cómica. En La quimera del oro, la famosa escena del baile de los panecillos no es más que un sueño en el que Chaplin imagina entretener a sus invitadas en la cena de Nochevieja, entre ellas su amada Georgia, que nunca vendrán, ya que para ellas no es más que un hombrecillo ridículo.

Aunque gran parte de la crítica ha alabado Luces de ciudad (1931) como la cumbre de la obra de Chaplin, no en pequeña parte por la audacia de rodar una película muda cuando estas no gozaban ya del favor del público, el propio Chaplin afirmaba querer ser recordado por La quimera del oro. Incluye una de las secuencias más conocidas de su obra, aquella en la que se ve obligado a comerse un zapato, que además sirve como un microcosmos de toda su filosofía cinematográfica: la conjunción de tragedia y comedia y la empatía por el hombre pequeño que hace lo más que puede con sus circunstancias.

Las diez mejores películas del cine mudo (2ª Parte)

He nacido, pero... (Yasujiro Ozu, 1932). Como en tantas obras del director japonés, nos encontramos con un conflicto generacional entre la comedia y el drama con fuerte trasfondo social. Aquí dos niños se tienen que adaptar a su nuevo barrio, sin dejarse amedrentar por los otros chicos. Cuando por fin lo consiguen, sufren una gran decepción al ver que su padre sigue siendo un pusilánime que se deja humillar por su jefe. En este paralelismo vemos una clara crítica al conformismo adulto, pero sin idealizar la voluntad infantil. Si en Cuentos de Tokio, Ozu toma partido claramente por la generación mayor, aquí cuenta la historia desde el punto de vista de los niños, aunque sin ser tan parcial a su favor como en Buenos días (1959), película con la que esta tiene muchas similitudes, aunque no tantas como para justificar la etiqueta de remake que se le suele adjudicar.

Vemos aquí a un Ozu mucho menos estático que en sus obras más conocidas de los cincuenta. La cámara no se encuentra fija frente a encuadres rectangulares, sino que sigue a los personajes en su deambular, acercándose más al juego infantil. Sería la primera de sus películas que la prestigiosa revista Kinema Jumpo reconocería como la mejor del año.

Por supuesto, esto no es más que una pequeña muestra de lo que dio de sí el periodo silente. A pesar de que una mayoría de las películas de esta época se han perdido, todavía se conservan suficientes para hacernos una idea de su riqueza y variedad, desde los thrillers de Hitchcock, al cine épico de D. W. Griffith, la comedia acrobática de Harold Lloyd, el surrealismo de Luis Buñuel o los controvertidos dramas sociales de Lois Weber, una de las pioneras del cine, sin olvidarnos de los primeros experimentos del cine de animación, con figuras como Winsor McCay o Lotte Reiniger, directora del primer largometraje de animación que aún se conserva, Las aventuras del príncipe Achmed. Sirva esta lista como una invitación a que exploren y descubran una época fascinante de la historia del cine que demasiadas veces es ignorada por el gran público y los canales de distribución.