Las notas incisivas

La ópera podría considerarse como algo inofensivo, una forma de diversión muy superficial reservada a un grupo reducido de espectadores. Y no es así. Esta de Nikolái Rimski-Kórsakov resulta ser una crítica ácida, durísima con una forma de gobernar y una forma de rendir pleitesía. Estupenda producción del Teatro Real de Madrid.

03 jun 2017 / 12:59 h - Actualizado: 02 jun 2017 / 19:39 h.
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  • Estupenda producción la que presenta el Teatro Real de Madrid de la ópera ‘El Gallo de oro’. / Fotografía: Javier del Real
    Estupenda producción la que presenta el Teatro Real de Madrid de la ópera ‘El Gallo de oro’. / Fotografía: Javier del Real
  • Las notas incisivas
  • Olesya Petrova (Amelfa). / Fotografía: Javier del Real
    Olesya Petrova (Amelfa). / Fotografía: Javier del Real
  •  El escenario se convierte en un espacio yermo como lo fue la Rusia zarista. / Fotografía: Javier del Real
    El escenario se convierte en un espacio yermo como lo fue la Rusia zarista. / Fotografía: Javier del Real

La función que se programa el domingo tiene la particularidad de comenzar dos horas antes de lo que es habitual cualquier otro día. No se puede uno librar de los horarios que impone un puesto de trabajo y, por esta razón, salvo los domingos, el Teatro Real cede hasta las ocho de la tarde para que tengamos tiempo de llegar. Y, esto que podría parecer un detalle sin importancia, permite al espectador disfrutar de la ópera que toque y de un Madrid chispeante, precioso. Antes de entrar y al salir. Los niños subidos en los columpios de los jardines que se encuentran frente al Palacio real parecen no moverse. Antes de entrar y al salir. Ni los padres que hablan entre ellos, ni los turistas que fotografían el Madrid más monumental. La ópera parece detener el tiempo fuera del teatro. El arte, sea como sea que se manifieste, logra que los relojes avancen en la muñeca propia y casi se detengan para esperar con el ritmo de la siega en las muñecas de los que están ajenos a lo que te sucede.

Creo yo que lo mejor es decir las cosas con rapidez: la producción que presenta el Teatro Real de Madrid, en coproducción con el Théâtre Royal de la Monnaie de Bruselas y la Ópera National de Lorraine, es espléndida. El Gallo de Oro es una ópera que se soporta en una partitura preciosa y que cuenta con un libreto más que divertido. Incluso gamberro en algunas zonas expositivas. Si a eso se le añade que la puesta en escena que plantea Laurent Pelly rebosa inteligencia por los cuatro costados, que la dirección musical de Ivor Bolton es minuciosa, entregada y necesaria para que la Orquesta y el Coro Titulares del Teatro Real saquen lo mejor que llevan dentro y nos lo regalen sin cicatería alguna y que los cantantes se colocan a un nivel muy alto (también desarrollando el arco dramático de sus personajes), tenemos una ópera especialmente agradable.

Dmitry Ulyanov, encarnando al Zar Dodón, logra defender lo suyo con solvencia. Lo mismo podemos decir del resto del reparto, pero es Venera Gimadieva la que destaca sobre los demás. La partitura invita a que sea así. Durante el segundo acto, en el que se mezclan tonalidades de la música tradicional rusa y del Asia oriental, Gimadieva, sin tener una voz descomunal aunque muy bien sustentada en unos tonos medios melodiosos y con matices interesantes, sí acierta a compensar la voz con el lenguaje corporal más sensual. Y sería injusto no señalar lo bien que lo hacen Frantxa Arraiza (bailarina disfrazada de gallo) y Sara Blanch (cantante).

El escenario representa lo que fue una época de la historia de Rusia. Piedras negras en el suelo. Y ya está. En eso se había convertido el imperio de los zares. La crítica es demoledora y todo lo malo que puede presentar un hombre poderoso que tan solo es capaz de pensar en sí mismo, aparece en la ópera de Rimski-Kórsakov. Estupidez, desidia, pereza, egolatría, avaricia... No falta nada. Laurent Pelly entiende muy bien lo que quiso decir el compositor y no duda en utilizar todos los elementos necesarios para dejar claro que el pueblo tiene buena parte de culpa y para ello organiza un tránsito del coro que va como anillo al dedo a lo que se dice en la propia partitura. Tan solo en un momento concreto hace retroceder al coro para colocar a sus componentes en el mismo sitio un instante después sin demasiado sentido. El resto es impecable.

Como no podía faltar de nada, entre los actos II y III, el propio Ivor Bolton se sentó frente al piano y, acompañado por una violinista maravillosa (no conocemos el nombre de esta mujer) nos agasajó con unos arreglos de Zimbalist y Kreisler que llegaban desde la propia ópera de Nikolái Rimski-Kórsakov.

Al salir del Teatro Real, los relojes de todo el mundo se acompasaron. Era de día aunque el sol ya escapaba por la parte de atrás del Palacio Real de Madrid. Y los niños seguían intentando hacer figuras de arena improbables. Sin saber que justo a cien metros de donde estaban jugando se había producido un hecho muy extraño: alguien había casi parado el reloj de papá y mamá.

Venera Gimadieva (Zarina de Shemajá). / Fotografía: Javier del Real