Oficina de objetos perdidos

15 jun 2019 / 17:32 h - Actualizado: 21 jun 2019 / 23:07 h.
"Literatura - Aladar"
  • Un sombrero calado hasta las cejas y unas gafas de sol oscuras completaban su atuendo, de manera que le resultó difícil distinguir si era joven o viejo. / Imagen cortesía de @deVillamediana
    Un sombrero calado hasta las cejas y unas gafas de sol oscuras completaban su atuendo, de manera que le resultó difícil distinguir si era joven o viejo. / Imagen cortesía de @deVillamediana

La señorita Curtis no había hecho más que comenzar su labor de punto cuando el tintineo de las campanillas de la puerta anunció la llegada de un cliente. Normalmente agradecía cualquier visita que la arrancara del tedio, no había mucha clientela en el turno de mañana de la oficina de objetos perdidos. Quizá fuese porque era al llegar a sus hogares, ya en la tarde, cuando los despistados propietarios de los mil cachivaches que poblaban las estanterías eran conscientes de su pérdida. Buenos días, caballero —saludó la señorita Curtis mientras dejaba colgar sus gafas del colorido cordón que llevaba al cuello—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenos días, no sé si usted podrá ayudarme, he perdido un objeto digamos que un poco peculiar.

La señorita Curtis observó al recién llegado. Era alto y vestía un abrigo negro que le llegaba hasta los pies. Un sombrero calado hasta las cejas y unas gafas de sol oscuras completaban su atuendo, de manera que le resultó difícil distinguir si era joven o viejo. Tampoco su voz de barítono ayudaba en este aspecto, ya que sonaba como si estuviera metido dentro de una tinaja.

—Lo intentaré, caballero, dígame qué es lo que ha perdido.

—Verá usted —dijo el hombre apoyando los codos en el mostrador y bajando la voz hasta susurrar—, he perdido mi ataúd.

—¿Podría describírmelo? —preguntó ella mientras cogía lápiz y papel.

El cliente se quedó en silencio y bajó sus gafas oscuras para observar mejor a su interlocutora.

—Caballero, deme la descripción del ataúd que ha perdido, no tengo todo el día.

—Disculpe, señora —dijo él—, me sorprende su falta de sorpresa.

—Como usted comprenderá, después de tantos años detrás de este mostrador hay pocas cosas que me sorprendan ya.

—Me va a perdonar —insistió el hombre— pero, ¿cuántos ataúdes tiene usted guardados en el almacén?

—En este momento sólo cinco —contestó la señorita Curtis mientras se atusaba un mechón rebelde que se había escapado de su moño de peluquería—. Así que ¿podría describirme el suyo para poder cerciorarme de que, efectivamente, es el dueño?

—Pues es negro —contestó el extraño personaje, que cada vez estaba más perplejo.

—Muy bien, eso reduce nuestras opciones a tres de los ataúdes que tengo en el almacén. ¿Alguna característica más?

—Pues no sabría decirle, la verdad...

—No está siendo usted de mucha ayuda, caballero. Y, ya le he dicho que no tengo todo el día. Vamos a ver, le voy a hacer yo algunas preguntas y usted me va contestando.

—De acuerdo.

La señorita Curtis sacó un cuestionario del archivador «ATAÚDES» y comenzó a preguntar al cliente.

—¿Longitud del ataúd?

—No sabría decirle, señora, mi altura más o menos, un poquito más.

—Altura, uno noventa —dijo la señorita Curtis a la vez que apuntaba en el cuestionario—¿El forro rojo o blanco?

—Rojo.

—¡Cómo no ! —musitó ella—. ¿ Algún signo distintivo grabado en la tapa?

—Mis iniciales —contestó él.

—Aún no me ha dicho su nombre, caballero, y no soy adivina.

—V.T.

—¿Sólo V.T.?

—En realidad es V.T. segundo.

—¿Segundo con todas las letras, con número o palito-palito?

—Pues imagino que palito-palito, números romanos, sí, señora.

—Muy bien, ya tengo claro cuál es el suyo, vaya rellenando este formulario mientras paso a por su ataúd.

La señorita Curtis dejó al atónito cliente rellenando los papeles y se introdujo en el almacén llevando la carretilla consigo. Unos minutos después apareció por la puerta con un lustroso ataúd negro.

—Aquí tiene, caballero. La empresa no se hace responsable de los desconchones o arañazos que pueda tener el ataúd, ya que no se puede comprobar si venía ya con ellos cuando nos lo trajeron.

—Gracias, está perfecto.

—Por cierto, señor Tepes, Vlad Tepes. Coméntele a su padre que, después de cien años en la oficina de objetos perdidos, cualquier objeto que no haya sido recogido pasa a ser subastado.