Diez relatos para escapar del verano

Cuentos de misterio, fantasía y terror. Lovecraft, Bécquer, Doyle, Maupassant, Irving, Poe... una decena de recomendaciones literarias breves con las que predisponer el espíritu para las noches largas

13 sep 2017 / 08:22 h - Actualizado: 13 sep 2017 / 08:26 h.
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  • Una de las ilustraciones elaboradas por Iban Barrenetxea, uno de los grandes de su oficio en España, para ‘La liga de los pelirrojos’ (Anaya), una aventura de Sherlock Holmes escrita por Arthur Conan Doyle.
    Una de las ilustraciones elaboradas por Iban Barrenetxea, uno de los grandes de su oficio en España, para ‘La liga de los pelirrojos’ (Anaya), una aventura de Sherlock Holmes escrita por Arthur Conan Doyle.
  • Ichabod Crane huyendo del jinete sin cabeza, según Albert Asensio.
    Ichabod Crane huyendo del jinete sin cabeza, según Albert Asensio.
  • Benjamin Lacombe ilustró los ‘Cuentos macabros’ (Edelvives) de Poe.
    Benjamin Lacombe ilustró los ‘Cuentos macabros’ (Edelvives) de Poe.
  • ¿Qué fue lo que vio el caballero Manrique en el bosque de álamos de ‘El rayo de luna’?
    ¿Qué fue lo que vio el caballero Manrique en el bosque de álamos de ‘El rayo de luna’?

Igual que sucede con los villanos de las películas malas, que una vez abatidos son capaces de lanzarse de nuevo sobre la muchacha con la agilidad de un tigre sin que sea óbice para ello el haber recibido no menos de siete disparos en el corazón, un escupitajo en un ojo y la amputación de un omoplato, al verano –al menos en Sevilla– nunca hay que darlo por muerto así se esté en noviembre. Pero por más que ni el calendario ni la meteorología sepan hacer su trabajo, queda un consuelo: al verano se le mata con libros. Con ciertos libros. Hay relatos de misterio, intriga y terror dentro de los cuales anochece antes, hace frío y puede uno acurrucarse en el manto mágico de las sombras, o cualquier otra cursilería por el estilo. Hay mucha munición literaria para acabar con el vampiro estival, siempre sediento de sudor ajeno, pero aquí van diez recomendaciones como diez estacas de pino convenientemente afiladas.

La primera de ellas es más conocida por un excepcional largometraje de cine y por una discreta serie para la tele, aunque en ninguno de esos dos casos se haya reflejado la historia original. Se trata de La leyenda de Sleepy Hollow, de Washington Irving; un relato corto rebosante de humor fino y de pintoresquismo colonial en el que Ichabod Crane, pese a no ser un detective más o menos intrépido como en la película de Tim Burton sino un maestro de escuela con bastante más morro que salario, igualmente tiene que vérselas con el jinete sin cabeza. Es empezar a leerlo y ya huele a castañas asadas y hay que taparse los pies.

Existe una edición juvenil ilustrada por Albert Asensio muy agradable, con el sello de Biblioteca Teide, donde aparte de este cuento que le da título al volumen vienen otros cuantos, todos ellos muy recomendables. Dos de ellos se suman especialmente a esta lista de diez sugerencias para espantar al verano: La pata de mono, de William Wymark Jacobs; y sobre todo El Horla, de Guy de Maupassant. El primero de ellos ha sido objeto de alrededor de mil doscientas versiones teatrales, cada una de ellas con un nombre: La zarpa, La garra... pero siempre con la misma terrible y funesta tragedia. En cuanto a la otra historia, probablemente sea uno de los mejores relatos breves –de terror o no– que uno pueda echarse a la retina y uno de los dos títulos del mismo autor –junto con Bel Ami– que un buen lector no puede dejar de leer antes de morirse, si tiene un poco de sentido de la decencia. Maupassant se sirve de la técnica del diario para trazar una narración de una fuerza descomunal; un duelo entre un hombre y una criatura tan terrible, indómita, inmaterial, opresiva y malévola que en vez de El Horla bien podría haberse llamado El verano. Ahí no estuvo listo el francés.

Quienes sí que lo estuvieron fueron Algernon Blackwood y el que se tenía por su discípulo, H.P. Lovecraft, cuando pusieron en pie una nueva forma de contar el horror, más allá de los antiguos relatos decimonónicos repletos de noche, fantasmas y cementerios. Ellos, junto con otros autores más o menos de su tiempo –Arthur Machen, Ambrose Bierce, Robert Bloch...– dieron salida literaria a la criatura ancestral, al terror arquetípico, seres y potencias de una época remota que permanecen en estado de latencia desde tiempos remotos y que aguardan el momento de emerger de nuevo en el mundo de los humanos. La sombra sobre Innsmouth, de Lovecraft, es uno de esos textos del señor de Providence que hielan el corazón y una de las piezas magistrales de los llamados Mitos de Cthulhu. Hay que tener agallas –y esto es una pista– para salir emocionalmente ileso del submundo que retrata y de las perspectivas que presenta. Y si se trata de Blackwood, uno puede leer cualquier cosa con la certeza de que el otoño le entrará directamente en las venas a través de los ojos: El hombre al que amaban los árboles, Culto secreto, El ocupante de la habitación... pero sobre todo, la inconmensurable El Wendigo. Como recuerda Borja García Bercero en un prólogo al autor, Lovecraft calificaba a su colega como «maestro absoluto e incuestionable de la atmósfera espectral», y vaya si lo era. Muy lovecraftiano también es R.W. Chambers, con su magistral obra El signo amarillo. Terrorífica, para quien aún responda con un escalofrío al vértigo de la imaginación: un pintor, su joven modelo y en la calle, como se puede ver desde la ventana, un extraño y deleznable sujeto que va a cambiarlo todo.

Tiene publicado Edelvives un libro precioso, Cuentos macabros, con textos de Edgar Allan Poe ilustrados por Benjamin Lacombe. Hay que leérselo entero. Puestos a elegir uno, La caída de la casa Usher. Otro libro ilustrado de primera es La Liga de los Pelirrojos, de Anaya, donde Iban Barrenetxea pone imágenes a uno de los episodios más singulares –y cómicos, hay que decirlo– de las aventuras de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle. ¿Hay alguna razón por la que se pueda convocar una selección de personal, solo para pelirrojos y con un sueldazo de aúpa, con el único objeto de copiar a pluma la Enciclopedia Británica? Pues sí. Y lo descubre el de la pipa, claro.

Como novena recomendación, Los ganadores de mañana, de Holloway Horn. Un relato sobre lo agradable y a la vez lo triste que puede resultar para alguien que malvive con las apuestas saber qué caballos ganarán al día siguiente. Agradable, porque se forra. Triste, porque a lo mejor en ese diario vienen otras noticias menos afortunadas. Figura en una Antología de la literatura fantástica de Editorial Sudamericana, junto con otras piezas soberbias, caso de La casa tomada, de Julio Cortázar, y del brevísimo ¿Quién es el rey?, de Léon Bloy. Entre otros muchos.

Pero si hay que ponerle un colofón a esta retahíla, una décima recomendación, un último conjuro con el que completar esa piedra filosofal que convierta el verano en otoño, hay que tirar forzosamente de Bécquer y sus leyendas. Habrá quien prefiera la de Maese Pérez el organista, o bien El Monte de las Ánimas. Pero el pellizco de El rayo de luna posiblemente no lo tenga ninguna otra de sus piezas fantásticas. Pellizco, hondura, madurez e invitación a pensar qué hay de cierto y cuánto de engañoso en aquello que más anhelamos; si no será preferible dejar que las maravillas que creemos atisbar a lo lejos sigan siéndolo en la imaginación, en lugar de cometer la torpeza de pretender ir a por ellas y descorrer el velo que las embellece, ya se trate de una joya, una persona, un capricho, una ilusión o, como en el caso que nos ocupa, del otoño que solo llega en los libros. Como bien sabía Gustavo Adolfo, no en vano sevillano.