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h - Actualizado: 07 sep 2017 / 13:36 h.
"Libros"

De todo cuanto se ha escrito sobre Miguel Hernández, el anatema firmado por Pablo Neruda sigue siendo lo más estremecedor: «Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos de perra, silenciosos cómplices del verdugo, que no será borrado tu martirio, y tu muerte caerá sobre toda su luna de cobardes». Estas líneas aparecen no en una biografía al uso ni en una antología sobre el poeta alicantino, de cuya muerte se han cumplido 75 años, sino en las páginas preliminares del cómic de Astiberri La voz que no cesa, una de las conmemoraciones editoriales de esa efeméride que, junto con otras dos de muy distinta naturaleza, componen un homenaje perfecto a aquel escritor a chorros que murió de tuberculosis en una cárcel de la España de posguerra como colofón a 31 años de rectitud moral. Esos otros libros son Poesía esencial de Miguel Hernández, de Alianza Literaria; y Cuentos para mi hijo Manolillo, de Nórdica Libros. Tres volúmenes que dan el alto, el largo y el ancho de una personalidad literaria y humana arrebatadora.

El libro de Alianza Literaria es, como indica su título, la sustancia del autor, y en él se exhiben a través de los versos todas sus facetas: el poeta pastor, el poeta culterano, el poeta social, el poeta soldado y el poeta prisionero. También aquí, transparentadas en los títulos de sus poemas, parecen todas las vicisitudes, pasiones y amarguras de su existencia, desde los orígenes humildes en una familia de cabreros hasta su final en prisión la madrugada del 28 de marzo de 1942: Aceituneros, El hambre, El sudor, El niño yuntero, El tren de los heridos, Nanas de la cebolla, Vientos del pueblo me llevan, Pasionaria, Sentado sobre los muertos... Quizá la mejor biografía de Miguel Hernández sea el índice de sus versos. En este libro, compuesto por el catedrático Jorge Urrutia, se habla del homenajeado como «ejemplo y síntesis de la historia de la poesía española en su periodo más fecundo del siglo XX. Las distintas tendencias de la lírica de los años treinta fueron cultivadas por este poeta, que no dejó nunca de imprimir su huella personal, con metáfora relampagueante, hiriente y luminosa».

Toda la peripecia vital de Hernández aparece dibujada en el cómic de Ramón Pereira y Ramón Boldú, que es una especie de canto heroico del personaje, un relato evangélico que comienza en el portal de su pueblo, con los capones que le pegaba su padre el cabrero cuando lo sorprendía leyendo un libro y con el ambiente tóxico para cualquier clase de sensibilidad (una brutez omnipresente), y que concluye, tras una intensa pasión y la intervención de los correspondientes Judas, con la sublimación después de la muerte. Se ve que el intento es solo cumplir con los deberes de la memoria, sino también rescatar lo poético, lo íntimo, la bondad y la humanidad de Miguel Hernández, que aturde de intensa. Entre los pasajes más logrados y esclarecedores de La voz que no cesa, el enfrentamiento con Alberti (que le acabaría costando carísimo) y el subsiguiente tortazo que le endiñó María Teresa León. La venganza, indica esta narración, se consumó cuando el de El Puerto de Santa María olvidó incluir a Miguel Hernández en la lista que entregó a la Embajada de Chile con los nombres de «los intelectuales que podían exiliarse».

Pero ni con todo esto estaría más o menos completa la memoria de Miguel Hernández si no se le añadieran los Cuentos para mi hijo Manolillo, que fueron de las últimas cosas que escribió, ya en la cárcel, haciendo de la necesidad virtud y del papel higiénico cuaderno. Sara Morante, Damián Flores, Adolfo Serra y Alfonso Zapico ilustran este legado para el segundo hijo del poeta –el primero murió antes de cumplir un año– en el que los cuentos más inocentes se transforman, en el escenario del cautiverio, en una evasión en toda regla, en una fuga literaria. «Háblame siempre de mi hijo», escribió a su mujer, Josefina. «Me haces feliz con lo que me dices de él». Pura vida después de la muerte.