Lo que el colegio nunca contó sobre Pío Baroja

Torpe en el amor, hipocondríaco, friolero y enemigo de bancos, el escritor y su clan quedan al desnudo en ‘Aire de familia’

02 abr 2018 / 10:32 h - Actualizado: 02 abr 2018 / 10:36 h.
"Literatura"
  • Retrato fotográfico de Pío Baroja facilitado por la editorial Cátedra e incluido en el libro ‘Aire de familia’.
    Retrato fotográfico de Pío Baroja facilitado por la editorial Cátedra e incluido en el libro ‘Aire de familia’.

Una vez «casi estuve enamorado», escribió Pío Baroja en el prólogo a la novela de un amigo. Esto es todo cuanto el guipuzcoano –soltero, introvertido, pudoroso, raro y solitario hasta la muerte– se permitió confesar cuando la pluma, su única amante incondicional y verdadera, le proporcionó esta manera tan literaria y deliciosa de expresar su incapacidad para conquistar el corazón de nadie. Lo cuenta el profesor valenciano Francisco Fuster en una historia íntima de los Baroja publicada en Cátedra y que ha titulado Aire de familia. Quizá porque el protagonista absoluto, tiránico, protector y al mismo tiempo incapacitante fue precisamente el clan en sí, que actuaba como una especie de espíritu dominador y en cierto modo castrante sobre sus miembros. Un relato salpicado de testimonios de unos y otros, de dentro y de fuera de esa estirpe estrafalaria, que con objetividad escrupulosa conduce hacia un sentimiento de lástima insondable por gente condenada a la infelicidad, fuera de los barrotes del intelecto y de la propia familia.

La propensión colectiva a la misantropía contó a su favor, explica Fuster, con «otro hecho insoslayable: los Baroja han actuado siempre como un grupo compacto que, por puro instinto de protección, ha mantenido una impermeabilidad deliberada con respecto a un mundo exterior que para ellos representaba un espacio frío y desapacible en el que uno se siente vulnerable, frente a la calidez y el abrigo maternal que les proporcionaba la llama del hogar (simbolizada por Itzea, el caserón familiar en el pueblo navarro de Vera de Bidasoa)». Como escribió Carmen Baroja al hacer memoria, además de esa dificultad para encajar en el medio social, la familia padecía un acusado terror a las enfermedades (motivado en buena parte por las muertes prematuras de dos de los elementos de la saga), y esto, haciendo añicos las emociones del grupo, se convirtió en un sentimiento de «pánico a todo lo que viniese de fuera, porque generalmente era causa de algún disgusto».

Una de las pocas excentricidades, en este sentido, fue el exilio de Pío Baroja en París durante los años de la Guerra Civil, para regresar luego al calor del clan. Pío Caro Baroja, sobrino del autor de El árbol de la ciencia, apunta en un pasaje de su Itinerario sentimental (1996), recogido en el volumen de Cátedra: «Nuestra familia en el exilio o en la emigración, llámese de cualquier manera, hubiera podido vivir pocos años, mis gentes no eran profesores al estilo de los institucionalistas, que hubieran encontrado una cátedra en Oxford o en Estados Unidos; no eran tampoco hombres del campo o del comercio para desarrollar sus actividades en cualquier lugar, y menos intelectuales que se acomodan a dar clases, a escribir en una revista o a ser periodistas; eran individualistas, resignados, que se hubieran muerto de tristeza».

Los Baroja pasaban por completo, según esta fuente, de todas esas ansias de medrar que con tanta profusión y desparpajo se dan en cualquier ámbito de la sociedad española. «Petulancia, satisfacción de sí mismo, ganas de llegar a ser, ansia de honores, de dinero o de popularidad, respetabilidad social aparente, conformidad con el medio, todo esto han sido abominaciones para mi familia». Lo cual dibuja un colectivo poco menos que extraterrestre, alejado de esos comités de amiguetes que se celebran y aúpan unos a otros y de todo cuanto hubiese supuesto para ellos un socorro social. En el caso concreto de Pío Baroja, este retrato robot se agravó con su desapego temprano hacia todo cuanto oliera a rebeldía y a ensueño. Aunque tanto él como sus dos hermanos mayores, Darío y Ricardo, habían heredado del patriarca Serafín la afición por la fantasía, la imaginación y las novelas de aventuras, Pío dejó esto atrás no bien rebasada la adolescencia al descubrir, como cuenta el autor de esta biografía, «que la realidad era bastante más compleja y dura que aquellos mundos imaginados donde la tristeza y el dolor no existían».

De todos modos, sus familiares «eran tan independientes unos de otros que, cuando Pío Baroja publicaba un libro, la novedad se recibía en casa como algo natural, sin que generase ninguna reacción especial». Carmen escribía: «En cuanto a las consideraciones que ante las novelas de mi hermano suscitaron en la familia, puedo aclarar que ninguna. A pesar de nuestra intimidad, vivimos todos tan independientes que siempre una nueva obra se recibía sin comentarios».

Casero, austero y goloso como un gran gato viejo, puritano, hipersensible al dolor, enemigo de los bancos (guardaba el dinero en un cajón), proclive a la hipocondría tanto por influencia del clan como por sus estudios de medicina (lo que lo disuadió de tener trato con prostitutas), el friolero Pío tenía además un miedo insuperable: el de pasar frío en su vejez. No tuvo ocasión de contrastar por sí mismo ese temor porque en sus últimos años fue perdiendo la memoria y la noción del tiempo, y después la lucidez, que de tiempo en tiempo recobraba para verse a sí mismo como un desvalido sin esperanza, como señaló Julio Caro Baroja. Puede que, pese a todo, incluso en aquellos años finales tuviese suficiente luz interior como para recordar a aquella mocita de catorce años de la que «casi» se enamoró una vez, de la que no hablaban los libros del colegio y que, por un extraño azar, consintió en que la acompañase a casa una tarde: «¡Y lo que es la estupidez y la pedantería que produce el leer libros! En vez de hablar de cualquier cosa agradable, hablé no sé de qué, de filosofía, del Eclesiastés, de todo lo que no venía a cuento», escribió en aquel prólogo, «y ella la pobrecilla, aburrida, después de decir sus timos madrileños, que yo apenas me digné a escuchar, se paró antes de llegar a su casa y me preguntó, mirándome a los ojos, con una voz triste: ¿Es usted catedrático? Y yo sentí tal humillación, que me fui a casa pensando que era el hombre más miserable y ridículo del planeta». Aire de familia, una obra para quienes piensan que jamás podrían emocionarse con una biografía de los Baroja.