Literatura

Los poemas etíopes de un periodista enamorado

La editorial sevillana Alfar lanza su último poemario, Ciudad o selva, un homenaje a las contradicciones de Occidente en Oriente y viceversa, de Manuel Ruiz Rico

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
07 sep 2019 / 11:17 h - Actualizado: 07 sep 2019 / 11:19 h.
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  • Los poemas etíopes de un periodista enamorado

El periodista sevillano Manuel Ruiz Rico (Écija, 1979) lo dice claro en el epílogo de su segundo poemario, publicado hace solo unos días por Ediciones Alfar: “Tampoco es ajeno a los orígenes de Ciudad o selva el hecho de que me fui a Etiopía por amor. Por eso este libro es para ti, María, y tuyos son también estos poemas etíopes”. Lo que no dice es que también por amor se fue luego a Centroamérica y a Copenhague y que por amor se va dentro de unos días a Washington D.F. Y no solo por el amor de María, sino por el amor al periodismo, pues allá donde va, este reportero, doctorado por la Universidad de Sevilla y bregado en el nervio de la página diaria precisamente en El Correo de Andalucía -donde trabajó durante la larguísima primera década de este siglo-, ha ejercido como corresponsal freelance con esa libertad que solo tienen los poetas, y no me refiero a los que barnizan sus reportajes con cierta voluntad de estilo, sino a los que dejan hueco en el tiempo que dedican a las informaciones para escribir versos con esa precisión que requiere el endecasílabo, con esas luces largas que siempre se le ha dado mejor a la lírica que a la crónica.

Ciudad o selva fue escrito, en efecto, en Addis Abeba, capital etíope, entre el verano de 2010 y el verano de 2012, mientras este periodista astigitano, sin el traje de poeta a plena luz del día, mandaba crónicas a periódicos españoles sobre ese país mítico de la reina de Saba que es Etiopía, la patria del café y del Nilo, pero también uno de los países más pobres del planeta que, en julio de 2011, “en parte por la sequía y en parte también por la especulación con alimentos en la bolsa de Chicago, volvió a la hambruna, tan temida y feroz como una plaga bíblica”, como recuerda Ruiz Rico, que vivía “una situación esquizofrénicamente contradictoria” por tener que gastarse el triple de lo que ganaba cualquier etíope medio solo en la conexión a internet que a él le permitía enviar por correo electrónico informaciones sobre gente que no tenía nada que comer.

El poeta se consuela echando mano del autor de Las flores del mal, que apelaba “al derecho de toda persona a contradecirse”. De hecho, con Baudelaire, Ruiz Rico cree que “la poesía surge de la contradicción sin remedio que somos y en la que ha de vivir cualquier ser humano”. Esa contradicción como semilla lírica es la que hace germinar un poemario que supone un espejo de Oriente en Occidente y viceversa, una mise en abyme de aquel Rimbaud que se dedicó al tráfico de armas y de esclavos en Etiopía después de haber abandonado la poesía a los diecinueve años, siglo y medio antes de que Ruiz Rico recalara en Addis Abeba para constatar que “lo salvaje penetra en la ciudad / donde nacen las voces y las piedras / como una bala de agua que pervierte / el sexo original de las palabras”.

El poemario está dividido en tres partes, encabezadas por sendas citas de tres escritores fundamentales en la educación poética del autor de Hijos del silencio (Premio Juan Sierra en 2014): Federico García Lorca, de quien aprendió el surrealismo intimista de Poeta en Nueva York (“Y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas”); Antonio Muñoz Molina, de quien hizo su tesis doctoral basada en El Robinson urbano (“Él mismo era su isla y su naufragio”); y Paul Valéry, de quien aprendió las frases melódicas y las imágenes flotantes en El cementerio marino (“Entre le vide et l’evénement pur”). Con ese mismo cuidado exquisito en la selección de autores y citas, está elaborado este breve poemario que se abre y se cierra con un soneto, en perfecto equilibrio entre el clasicismo del que su autor no reniega y la vanguardia que lo empuja ineluctable. El soneto con que se inicia el libro se remata con estos dos tercetos tan aciagos: “Sentados en sus tronos africanos / los reyes de la hoz y las espigas / crucifican estrellas, venden pieles. / Traicionados por jueces y espartanos, / rendidos y apresados, los aurigas / entregan a los muertos sus laureles”. Y en el soneto que lo cierra, flota este interrogante como conclusión no solo de la obra, sino de su autor, eterno preguntón: “¿Qué dios, o qué diablo, esta novela / escribe sin deseo y sin anclaje / en la ficción del ser, y en homenaje / convoca un paraíso que no anhela?”.

Entre tanto, “Don Quijote combate contra sólidos / gigantes africanos y en el mar / preparan una huelga las ballenas”, escribe, antes de concluir: “África sí que paga a su traidores / y los cubre de versos amarillos, / y los ama con sábanas de cobre, / y los honra con rosas de aluminio, / y los divierte con sus falsos circos, / y los halaga con sus cielos rojos / y los perdona con su acento falso”. Por eso, en un poema providencialmente titulado “Poesía” dirá: “Para quién, para qué / observar estas / estrellas, si la negra / salvaje / ironía nos ciega y nos / aísla”.

Especial musicalidad le imprime al libro, en su último tercio, una “Canción homenaje a Nicanor Parra”, el antipoeta chileno que recibía el Premio Cervantes en aquel 2011 en que el periodista sevillano componía su poemario; uno de esos eternos candidatos al Nobel que siempre han fascinado a Ruiz Rico: “Un sol / de sal / derrite / el agua”, martilleará en estribillo de trisílabos: “Las calles / de Addis / no tienen / fantasmas”; “El cielo, / la tierra, / fronteras / del alma”; “El tiempo / traiciona, /el mito / se apaga”; “Palabras / palabras / palabras / palabras. / Y sufren / y ríen / y lloran / y aman”.

Ruiz Rico, que aborda, en fin, el tumulto de las calles etíopes, el olor a café, el jazz serpenteante de los músicos abeshas, la miseria, el aroma de la inyera y los héroes cotidianos, terminará recordándonos a “esa Etiopía orgullosa que jamás fue colonizada”, inconsciente tal vez de sellar su poemario con la contradicción de haberla colonizado él, a golpe de versos.