h - Actualizado: 19 mar 2017 / 16:27 h.
"Cómic"

Si se agrietan los edificios, que son de piedra, cómo no va a resquebrajarse la memoria que está hecha de escombros y restos en descomposición. Hoy, con la muerte de Bernie Wrightson, se viene abajo otro muro de carga de la lejana infancia. El artista de Baltimore era una de esas extraordinarias minas de los años sesenta y setenta de las que extraían su material los devotos de la fantasía, que por aquel entonces eran casi todos, y que tenían en los cómics e historietas todos los mundos que no cabían en los burós de sus modestos pisitos de barriada.

Wrightson dibujaba bien hasta su firma, una de las más buscadas en aquellas preciosas revistas del género: Vampus, Rufus, Dossier Negro, Creepy... Lo suyo era el terror, naturalmente, que por aquel entonces se hacía a imagen y semejanza de las gloriosas películas de la Hammer, la productora británica que regaló al mundo los mejores duetos de Christopher Lee y Peter Cushing y que llevaba a los cines, con espectral teatralidad y un espeluznante sentido de la insinuación, a todo el repertorio de monstruos clásicos: el de Frankenstein, la momia, Drácula, el yeti, el perro de Baskerville, la gorgona, el fantasma de la ópera... Bernie Wrightson había nacido como dibujante por pura admiración, viendo estas películas y quedándose con los ojos abiertos con las criaturas y los efectos especiales del mítico Ray Harryhausen en sus películas de Simbad, los argonautas y los dinosaurios. Entonces no era como ahora y al menos la mitad de la mano de obra de la imaginación tenía que ponerla el público, lo que hacía de este un ente crítico, sensible y entendido. El cine y los tebeos fueron la gran academia de este americano con dotes para el dibujo que no tenía la menor idea –cuando se metió en el curso por correspondencia de la llamada Escuela de Artistas Famosos– de que algún día él sería uno de ellos y sus historietas formarían parte del relicario cultural de un buen montón de miles de niños y adultos.

Cuentan los que saben de esto que una noche, a primeros de los años setenta, Wrightson y su amigo guionista Len Wein estaban la mar de agobiados los dos, sentados en un coche mientras compartían maldiciones por sus respectivas historias de amor no correspondido. Y que fue entonces cuando se les ocurrió crear el personaje por el que habrían de ser recordados para siempre: la cosa del pantano. Cómo irían de lo uno a lo otro es cosa que no se sabe. Pero nada impide suponer que, probablemente, coincidieron en que sería muy chulo volver de la muerte en forma de monstruo palustre para ajustar cuentas. El público pensó lo mismo y la cosa fue un éxito. El primero del autor.

Vinieron luego otras proezas, como la adaptación de la película Creepshow, El ciclo del hombre lobo, Freak Show, cosas de Poe y de Lovecraft y, sobre todo, una colección de cincuenta ilustraciones para Frankenstein como no se ha visto nunca nada igual. Con todo ello, el lector de tebeos conoció a todo un maestro de la luz y la oscuridad, cuyos paisajes evocadores muestran un dominio total de la noche y de sus moradores, y que llenó de aires góticos los pueblos malditos, la lluvia, el silencio, los bosques, los gabinetes, la niebla, la roca, la madera, el agua, las telarañas, la losa, los pantanos. Ahora, todo el terror se dibuja como en una película de Peter Jackson. Son los tiempos, que algún día también se harán añicos. Está por ver si con tanto estrépito como el que deja la memoria rota de este coloso del cómic.