Todo por la Fuerza

Derroche de inventiva y de tragedia en ‘Rogue One’, la primera derivada del serial ‘Star Wars’

17 dic 2016 / 17:48 h - Actualizado: 18 dic 2016 / 00:09 h.
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  • Forest Whitaker, Felicity Jones y Ben Mendelsohn, en una imagen promocional de la película ‘Rogue One’.
    Forest Whitaker, Felicity Jones y Ben Mendelsohn, en una imagen promocional de la película ‘Rogue One’.

Dejen a los niños en casa: esta no es una película para ellos. Eso, para empezar. Rogue One, una historia de Star Wars es, por ahora, y obviando ciertos detalles grotescos de los que enseguida se hablará, una de las mejores, más trágicas y más originales piezas de este puzle de pretensiones infinitas que es el serial de La guerra de las galaxias. Que nadie se la tome como una obra menor dentro del lote por el hecho de no llevar numeración de episodio; si acaso, por la ausencia de John Williams, estrepitosamente sustituido por un Michael Giacchino voluntarioso, entregado y solemne, mas incapaz de dar con el temperamento de cada escena y de elevar la emotividad al rango de epifanía. Pero es algo que se debe disculpar: no hay recambio posible para el genio neoyorquino.

Para quien sí parece haberlo es para el llorado Constantino Romero: Sebastián Llapur le ha cogido el tono de maravilla a la voz de un Darth Vader con la indumentaria más fea de cuantas ha lucido hasta la fecha –parece un disfraz– y que apenas sale en dos o tres escenas muy breves, pero la última de ellas la de la compuerta atascada es auténticamente colosal y terrorífica. A cambio, hay cosas que dan un poquito de risa, a saber: las reconstrucciones por ordenador (se ve que no saben de otro modo) del finado Peter Cushing en el papel del malvado militarote Tarkin y, más lastimosa aún, Carrie Fisher como lozana y juvenil princesa Leia, que en el ranking de criaturas verosímiles del cine estaría codo con codo con la Luna parlante de Méliès. Son ganas de hacer que la gente salga riendo de una tragedia como una casa.

Porque Rogue One es –y he ahí su mayor mérito– lo que el serial de Star Wars nunca se ha atrevido a ser: una escala de grises. Aquí, por una vez, se hace trizas la dicotomía entre el bien y el mal para poder mostrar a los buenos metidos en la mierda hasta las rodillas y con su mochila de pecados a la espalda, que es una situación muy común en la vida real (y en la galaxia, cabe suponer) que explica muchas cosas y muchas actitudes de los personajes. También ayuda a digerir el desenlace y a que la trama adquiera un tono adulto en ocasiones que resulta muy de agradecer, al tiempo que permite dibujar unos personajes extraordinarios y con más matices que los habituales. Algunos de ellos son todo un hallazgo, y forman parte del derroche de inventiva de esta derivada (spin-off, que dicen) del serial, rebosante de aquello que se echaba de menos el invierno pasado en el Episodio VII: creatividad. Si hace un año se achacaba a El despertar de la Fuerza de J.J. Abrams el defecto de no aportar nada nuevo al universo visual de Star Wars y de conformarse con lo que ya había creado George Lucas, aquí es al revés desde el primer momento, con ayuda de una muy buena fotografía de Greig Fraser, que sirve al director Gareth Edwards una pequeña joya que lucirán con orgullo en su memoria los fans del asunto. Sí, es cierto que tal vez le sobre un buen cuarto de hora de tiroteo láser y de carajal apoteósico final. Y quizá habría sido posible encontrar para el más shakespeareano de los finales de Star Wars un escenario algo menos frívolo y más sobrecogedor que un palmeral caribeño. Pero bueno, al menos ya sabemos que hay un lado moreno de la Fuerza.