Volver al quiosco

Las aventuras de Julio Verne inspiradas en sus primeras ediciones y los tomos de los 70 años de Lucky Luke son las dos grandes colecciones literarias por entregas de la temporada

10 feb 2017 / 11:41 h - Actualizado: 10 feb 2017 / 11:52 h.
"Libros"
  • Volver al quiosco

De chicos no los llamábamos quioscos, porque no lo eran. La petulancia de esta palabra la reservábamos para los bares exentos de los bulevares, del parque y del paseo del río, con sus arquitecturas regionalistas, sus camareros con chaquetilla, sus platillos de papas cortesía de la casa y sus pretensiones evocadoras. Los otros los nuestros eran, sencillamente, puestecillos: cuatro simples chapas en una esquina con un tejadillo verde y una vieja dentro que constituían la armadura de un mundo de fascinación. En ellos se dispensaba todo lo que un niño feliz podía ansiar. Algunos, además de a la venta menuda, se dedicaban al cambalache, y todo ello se hacía con calderilla que olía a alcancía de barro: los niños juntaban las propinillas de los mandados y las paguitas semanales en una hucha con vanas expectativas de prosperidad, porque cada semana, hipnotizados por los colorines de los tebeos colgados de las pinzas, se le metía un cuchillo por la ranura y el fruto de esa matanza acababa invariablemente en las arrugadas y mágicas manos de la señora del puestecillo, dispensadora oficial de fantasía. Pero la vanagloria y la fatuidad del progreso arrastraron como una riada a los puestecillos, con todas sus viejas dentro y todas las pertenencias infantiles. En su lugar se erigieron, esta vez sí, solemnes quioscos desplegables regentados por treintañeros eficientes y repletos de cosas que los mayores compraban tirando ya no de calderilla sino de billetera. Desaparecieron los tebeos, se desvaneció la magia de la vuelta de la esquina y se volatilizó una forma de ser niño sin la que es imposible explicar la melancolía.

Llama la atención que, de hito en hito, los editores lancen a spot y platillo colecciones destinadas a quienes conocieron y vivieron (y perdieron) esa emoción, con idea de que se animen a recrearla. Y resulta asimismo curioso que los establecimientos donde se pueden adquirir sean precisamente estos quioscos, herederos fornidos de aquellos famélicos puestecillos de la España franquista de los que colgaban los sobres de soldaditos, los recortables, los cuentos pulga y docenas de tebeos y librillos maravillosos. Dos de estos lanzamientos merecen mucho la atención: uno, las novelas de los Viajes extraordinarios de Julio Verne, con el sello RBA; el otro, la edición coleccionista por los setenta años de Lucky Luke, publicada también por entregas por Planeta DeAgostini. ¿Quiere que le quite los cartones?, se ofrece la quiosquera con una amabilidad que apela al sentido del pragmatismo del cliente, pero ignorando que si fuera por pragmatismo ese cliente no estaría allí. Los náufragos de aquella infancia –es decir, los invocados por las editoriales que lanzan coleccionables– necesitan llevarse bajo el brazo los cartones relucientes con toda su dotación de folletillos y cartas, para que la ficción les dure más. Pero con o sin ellos, al final el efecto es el mismo: ampliar la moratoria del propio pasado, fingir que aún se es quien se era y alimentar esa creencia con preciosas lecturas que nos devuelven a un tiempo en el que nos sentíamos a salvo.

El primer contacto de quien suscribe con el mundo de Lucky Luke fue un llavero plateado de su caballo, Jolly Jumper, que vendían por quince pesetas en una papelería que había en la calle Asunción en la esquina de enfrente de Pibe, en cuya puerta se sentaba una ancianita con un canastito a vender cartuchos de pipas y caramelos de gajos de naranja y de limón, a cuatro por peseta. Por aquel entonces, el intrépido y solitario cowboy formaba parte de las lecturas de lujo de la chavalería; eran una especie de cómic gourmet que complementaba de maravilla a los tebeos habituales de la editorial Bruguera, con todos sus mortadelos y sus carpantas. Dibujar el flequillo inconfundible del vaquero en el margen de un libro del colegio en pleno ataque de aburrimiento era una de las distracciones de la hora de la siesta en la escuela mientras se oía el bisbiseo infecundo del profe de Matemáticas. Lucky Luke era un héroe, y sus andanzas por los arenales del lejano Oeste americano, repletos de oportunistas a prueba de incautos, salteadores, sinvergüenzas bajitos con bigote y calaveras de vacas eran vitaminas para el espíritu aventurero de la chavalería; esa chavalería excesiva que salía de los cines de verano pegando patadas al aire o inscribiendo zetas en frentes imaginarias, según hubiera visto una de chinos o una del Zorro. Así que complace –por un lado– y entristece –por otro– caer en la cuenta de que el tipo del pitillo ha cumplido ya setenta castañas y que probablemente hasta el último de los pelos de su enhiesto flequillo se habrán ido ya por el desagüe de la ducha. Pero en los tebeos, que son la inmortalidad hecha papel, un héroe nunca la palma, de lo cual es prueba fehaciente el que ahora regrese en forma de colección elegante. Aquel caballo socarrón de crines amarillas, el mismo que una vez tuvo forma de llavero plateado en las manos de un niño que acababa de sacarle quince pesetas a su alcancía, vuelve a todo color con todos los demás: el perro bobo Rantanplán, los hermanos Dalton y su madre, el enterrador, Juana Calamidad... y, como en Astérix, un montón de cameos de actores famosos: Lee Van Cleef, Jack Palance, Alfred Hitchcock... Y se dice como en Astérix porque tanto un personaje como el otro son fruto de la misma mente prodigiosa: la del guionista francés René Goscinny.

Si en las aventuras de los irreductibles galos el dibujante es Uderzo, en las del cowboy canijo el arte lo pone Morris –Maurice de Bévère–, un dibujante belga que se sirvió de colores sencillos y muy efectistas, unas composiciones deliciosas y un catálogo de personajes arquetípicos del género que pasarán no ya a la historia del cómic, sino del arte. Afirmar que Lucky Luke es en cierto modo un Astérix del Oeste tendría mucho de verdad: la misma retranca de determinados personajes, el mismo muestrario de ingenuos y cretinos, el mismo sentido del humor, los mismos secundarios maravillosos y similar afán crítico. Lucky Luke es una burla de las sociedades melindrosas, la cobardía, el miedo, la ignorancia... «Si solo colgáramos a culpables, Texas sería un aburrimiento», se excusa el sheriff de Smulch Gulch al célebre vaquero. Y si a alguien no le queda claro, los tomos de la colección incluyen un apéndice final con vocación de dosier donde se explican estas y otras cosas, amén de curiosidades, datos e informes diversos de la obra y del mundo del llamado Far West.

Junto a los relucientes cartones de Lucky Luke, el quiosco exhibe los de los libros de Julio Verne. «Del primero ya no me quedan», se lamenta la señora, «porque se ve que los maestros se los han puesto a los niños como trabajo de clase y han volado». Al final, los niños y los quioscos vuelven a acabar juntos, es su sino. No es de extrañar, porque merece la pena hacerse con estos libros que recrean la antigua Colección Hetzel, esto es, la primera y bellamente ilustrada edición de las aventuras de Julio Verne, a quien Pierre Jules Hetzel encargó en la segunda mitad del siglo XIX una serie de novelas que estimularan y recogieran esa afición general por los viajes, por lo exótico y por el descubrimiento que se había instalado en la población europea a partir del ya declinante movimiento romántico. Sí, el Romanticismo se estaba diluyendo arrastrado, como en España los puestecillos, por nuevas corrientes; en esa ocasión, los nuevos gustos hablaban de realismo, de verismo. Por eso Hetzel rehusó encargar las ilustraciones a ese astro del grabado que era Gustave Doré –entonces, en la cima de su fama, pero emblema de aquella otra época que tocaba a su fin– y hacerse con una nómina de dibujantes de primera fila que han acabado contándose entre la pléyade de pintores franceses. Uno de los más elogiados de este equipo fue Alphonse de Neuville, alumno de Delacroix nada menos y presente en varios museos del país, quien antes de irse de la editorial dejó algunos estupendos retratos de personajes –caso de Phileas Fogg y Picaporte, los protagonistas de La vuelta al mundo en ochenta días–. Fue él quien ilustró algunos de los primeros libros de esa serie de Viajes extraordinarios que Verne escribió para Hetzel y que, sumando una sesentena de títulos, acabaron componiendo el corpus más sobrecogedor jamás publicado de novelas de aventuras: De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra, Cinco semanas en globo, Veinte mil leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, Los hijos del capitán Grant, La isla misteriosa, Robur el conquistador...

Amigos de Verne, aquellos ilustradores intentaron atrapar junto a él la personalidad de los protagonistas, el peligro de sus andanzas y la excepcionalidad de los parajes que las escenificaban. Además de Neuville, estaban Georges Roux, Léon Benett, Jules Ferat, Édouard Riou... La experiencia de leer un libro de Julio Verne a partir de la interpretación visual de estos pintores y bajo la sugestión de una edición antigua añade calidad a la huella que queda en el espíritu del lector. No eran poca cosa: aquel Benett, por ejemplo, que fue por cierto el que más novelas de este autor ilustró –alrededor de la mitad– hizo lo propio también con títulos de Victor Hugo, Tolstoi, Erckman-Chatrian, Flammarion y otros cuantos. Eran, además de excepcionales artistas, incombustibles viajeros y amantes de lo misterioso y de lo científico, y esa emoción se transmitía al papel a través de sus pintorescos trabajos.

Todo esto se encuentra justo ahora en los quioscos, envuelto en flamantes plásticos y enmarcado en cartones de colorines que destacan su bajo precio y la oportunidad única. No, no han vuelto los puestecillos y no volverán jamás; aquel mundo ya no existe, para bien y para mal. Pero en los quioscos hay una poderosa llamada a los niños que lo fueron y que recuerdan con orgullo haberlo sido. Quien aún tenga hucha de cerdito haría bien metiéndole el cuchillo por la ranura, porque esto no va a suceder siempre. Todavía se puede construir un mundo con calderilla. Absténganse quienes, por cuestión de edad, no hayan aprendido a valorar la melancolía.