Cómo despedirse de tanta belleza

Dos veces le llovió a La Resurrección, que salió 45 minutos más tarde de su hora y logró completar con brillantez (y menos gente en la calle) su itinerario procesional

27 mar 2016 / 14:37 h - Actualizado: 28 mar 2016 / 18:11 h.
"Domingo de Resurrección","La Resurrección","Semana Santa 2016"
  • El Resucitado por la Alfalfa. / Manuel Gómez
    El Resucitado por la Alfalfa. / Manuel Gómez
  • Cómo despedirse de tanta belleza

Solo hay algo remotamente parecido a la belleza de la Virgen de la Aurora, y es el sabor del agua en la Peña de Arias Montano, en Alájar, una mañana de verano: la garganta se hace sed para ella, en su delicia, y da igual cuánta pueda uno beber, que siempre ansiará más. Ante la última Virgen de la Semana Santa, esa sed se da en los ojos, y no basta con verla una vez sino que hay que seguir sus pasos cada vez con mayor deleite y al mismo tiempo con mayor necesidad. Quién iba a decir ayer, cuando el sol iluminaba su frente por primera vez a las 9.25 en el momento de salir de la Catedral, que aquel rostro único había estado a punto de quedarse en casa porque la amenaza de agua hizo que la cofradía se lo estuviera pensando durante los tres cuartos de hora que se tomó de más antes de poner la cruz de guía en la calle. Esa otra agua, de la que sí que anda Sevilla un poco más saciada que de la del famoso caño serrano del monte místico, acabaría por presentarse en dos ocasiones: en Monte-Sión y bordeando la Alameda; la primera vez un simple chispeo; la segunda, un chaparrón que los obligó a aligerar el paso. Lo justo para meterles el susto en el cuerpo, para correr un poquito más de la cuenta, para dejar a unos cuantos paisanos en sus casas y para que el pavimento del centro de Sevilla, hasta bien amanecido, estuviese empapado, solitario y triste, como conviene a todas las despedidas cuando se les quiere dar solemnidad o cuando las palabras no llegan para explicarlas y necesitan un paisaje que hable por ellas.

Era la hora en que los nubarrones se coloreaban de ese azul rosáceo que tiñe todas las cosas justo cuando acaba la noche sobre la Avenida, aún no hay nadie y las cotorras se pasean chillando y chirriando como muelles oxidados, asustadas en esta ocasión por los tambores que abrían la marcha y rompían el profundo silencio del centro al comenzar sus domingos. Las que no salieron espantadas con las tres bandas lo hicieron con las máquinas barredoras que venían detrás arrancando las lascas de cera. «Este año los servicios municipales han estado mucho mejor», afirmaba satisfecho un hermano de la cofradía. «Mucha más policía, mejor organizado todo... y hasta han dejado algunas sillas en los palcos», porque la cruz que carga esta procesión no está en el paso, sino en la desconsideración de quienes ordenan desmontar la carrera oficial antes de que transite por ella, que es una de las costumbres de peor gusto de cuantas mantiene Sevilla.

En la esquina de Francos con la Cuesta del Rosario, una chica de entre un grupo de alemanes recién llegados contempla un palio por primera vez. Están todos callados menos ellos, que regurgitan y mascullan lo que parecen ser exclamaciones de asombro y admiración, o bien onomatopeyas para espantar tiburones. Les paran el paso en sus mismas narices. Y cuando llega la levantá, la alemana, que no había presenciado nunca nada por el estilo, pega un alarido que un poco más y la Merkel llama a consultas a su embajador. Es emocionante (y un poco cómico, esa es la verdad) asistir a la primera vez de alguien que no ha visto nunca la Semana Santa. Era para haberla invitado a un café con calentitos si hubiera habido alguna cafetería abierta por los contornos (se ve que también las desmontan a destiempo). Pero ella se puso a caminar detrás del palio. Iría la pobre sedienta de belleza.