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Actualizado: 29 nov 2016 / 22:36 h.
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Todos pagamos el mismo precio por las mismas cosas. Y, casi siempre, es infinito. Eso del perdón no existe. Queda precioso el decirlo, el prometerlo, pero pierde lustre un instante después cuando se hace imposible. Nadie perdona nada. Es verdad que los más hábiles lo arrinconan y procuran no acercarse (se terminan arrimando para no olvidar lo que tienen guardado o para mostrarlo de vez en cuando). Es verdad que el tiempo hace todo un poco más llevadero. Todo eso es tan verdad como que basta nombrar el problema para que todo sea como antes de prometer el olvido.

Me encantaría decir otra cosa, pero es algo de lo que estoy convencido. Lo he catado y sé lo que digo. Veo lo que pasa a mi alrededor y compruebo que una cosa es la estampa y otra lo que sólo dos ven. El perdón no existe. Sólo la eterna expiación. Demoledora, pesada, destructora.

¿Por qué no puede ser? ¿Por qué? Quizás lo que ocurre es que el perdón que tenemos reservado para nosotros mismos nos lo negamos sujetos a esa culpa que nos enseñaron de niños, esa costra que te envuelve toda la vida, por siempre jamás. Quizás es que somos incapaces de ver más allá de nuestro yo, incapaces de aceptar algo que existe aunque no sabemos fabricar. Quizás es que el perdón es algo inventado que nos permite pensar que somos eso que llamamos humano. No lo sé. Lo único cierto es que el precio es alto, la vida entera que se queda atrás como un despojo del que nadie se acordará. La vida de todos.