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Actualizado: 26 may 2017 / 23:00 h.
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Siempre me ha parecido una fatalidad tener una excelente memoria. Si el recuerdo es agradable la cosa no está mal; pero si eres capaz de recordar con pelos y señales eso que te hizo sufrir, eso que te pareció injusto, aquella actitud pasiva ante una situación que generó daños a otros y que podría haberse evitado; no tiene ninguna gracia lo de la memoria de elefante.

Hace ya muchos años, uno de los chavales del grupo con el que solía salir a dar una vuelta por las tardes, propuso al resto que se hiciera una especie de guerra sicológica al que, lógicamente, no estaba presente. No quedaron claras las razones por lo que eso tenía que ser así, no quedó claro si aquello era un juego o una venganza o un castigo, pero nos debió parecer que era muy gracioso y decidimos que sí, que desde ese mismo instante se le dejaba de hablar, que ni pizca de sal y ni gota de agua. El que hizo la propuesta era un joven retorcido que se manejaba bien en el territorio del juego sucio, de lo enrevesado, de la manipulación. Nos embarcó a todos en un momento.

Nuestra víctima, dejó de salir con nosotros desde ese mismo día. La tarde que decidimos hacerle trizas nos miró con cara de no entender nada, se fue a su casa y no volvió a llamar por teléfono o a intentar pedir explicaciones de cualquier otra forma. Sencillamente se fue.

Pasaron unas semanas. Aquello no había sido gracioso. Había sido una idiotez, una injusticia imperdonable, algo estúpido e insensato. Nadie hablaba de lo que había sucedido. Supongo que la vergüenza nos lo impedía. Supongo que sentirnos mezquinos y malas personas nos obligaba a estar calladitos (algo como lo que hicimos solo lo puede planificar una mala persona, una muy mala persona; algo así solo lo secunda un grupo de idiotas).

Y llegó el gran día. Aquella tarde bajé a la calle con la intención de unirme a mi grupo y jugar un partido de baloncesto (en mi caso esto se convierte en un eufemismo porque no conozco un jugador peor que yo; era un verdadero lastre para el equipo; pero eso es otra historia). Al llegar a la cancha noté algo extraño en mis amigotes. Era increíble, pero nadie me hablaba, nadie me miraba. Aguanté dos o tres minutos entre ellos. Y regresé a casa. Al llegar me encerré en mi habitación y abrí el ejemplar de La metamorfosis de Kafka. He tenido ese libro cerca desde que lo leí por primera vez. Tal vez siempre pensé que era como el personaje principal. Ya saben que Gregorio Samsa se despierta una mañana convertido en un insecto horrible y que comienza a percibir la realidad desde una perspectiva que le aclara muchas cuestiones sobre los que le rodean. Leí con normalidad. Y cuando conseguí dejar de leer me puse a pensar (nunca reflexiono estando cerca del problema; vomito lo que tenga dentro sin pensar; hago algo entre medias que no requiera actividad intelectual y, finalmente, me siento a meditar).

Lo que había pasado era el resultado de lo que había consentido anteriormente. No es que esos muchachos fueran muy perversos (eran solo estúpidos salvo el precursor que sí era un horror). El problema es que había dejado que sucediera algo terrible. Sin inmutarme. Y eso no era lo peor. La gran tragedia que estaba viviendo no tenía que ver con mi propia estupidez. No, lo terrible es que supe que si aquel muchacho al que habíamos hecho trizas hubiera estado en la cancha junto a los demás, nada de lo que estaba pasando hubiera ocurrido. Porque era un chico brillante en sus estudios, buena persona, leal y justo. Por esa razón no dudamos en liquidarlo de la nómina; por esa razón y por nuestros complejos y envidias. Seguramente fue por esa razón. La gran tragedia era que no tenía a quien recurrir en un momento como ese.

Aprendí que no se puede guardar silencio ante la injusticia, que no se puede convertir en algo normal lo que es una ofensa, que cuando te cae encima una losa es necesario tener cerca a alguien que te eche un cable y no un memo como puedes ser tú mismo. Aprendí que mirar alrededor y no ver a nadie es una enorme metáfora de un pasado ridículo.

Los malos son muchos, pero los buenos son más y mucho más importantes. Los malos pueden ser poderosos, pero nunca hay que dejar que te arranquen tu propia bondad por poca que sea. Los malos te hacen sentir insignificante, pero mucho peor es convertirte en uno de ellos a cambio de creer seguir teniendo el mismo tamaño.

Los manipuladores lo son porque se les permite. Y, el que sabe que un tipo está siéndolo se convierte en cómplice y, por tanto, en culpable. Renuncia a lo que es, se convierte en un fantasma.

No tenía intención de contar nada de esto. Pero tengo muy buena memoria. Y tengo la sensación de que estamos caminando por la calle, buscando a nuestros amigos, sabiendo que al encontrarnos con ellos sentiremos que nos dan la espalda para siempre. Nos iremos. Y algunos de ellos, pasado algún tiempo, tendrán que jugar un partido de baloncesto. Y cuando se quieran dar cuenta no podrán recurrir a nosotros porque ya estaremos en otro plano. Tendrán que refugiarse en un libro y vivirá recordando sus miserias.

La sociedad actual es cruel e insolidaria y no debemos consentir que eso se convierta en una constante. Lo que creo yo que deberíamos pensar es en cómo lograr que no nos limen nuestras posibilidades. De momento, se me ocurre que la espalda se la demos a los malos aunque sean muy graciosos. De momento, se me ocurre que luchemos por una educación de altura para nuestros hijos y que, así, puedan construir un criterio sólido con el que enfrentar el presente construyendo los pilares del futuro. De momento, se me ocurre que no escuchemos a los que viven del insulto y del escarnio ajeno en televisión. Se me ocurre, en definitiva, que nos tomemos con calma la vida recuperando los valores que nos trajeron hasta aquí.

Pues eso.