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Actualizado: 15 dic 2017 / 22:34 h.
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Bajo el arco, donde todo empieza, se esconde el corazón de una Sevilla de intramuros que late al ritmo del cimbreo de cinco mariquillas en cada chicotá de gloria, cuando la Esperanza inunda las calles que siempre la aguardan. La Macarena está en su paso cada Viernes Santo y está en los recuerdos y en las lágrimas calladas llenas de emoción de quienes la esperan, cuando se la intuye entre la algarabía de los vencejos que alborotan el cielo. Está en el viento que agita la palmera de San Gil, en la mirada que llora y ríe, en el cadencioso señorío de su andar maestrante y en la soledad luminosa que deja cuando se aleja llenándonos el corazón y el alma de melancolía. Ella baja cada diecisiete de Diciembre del cielo al suelo para reflejarse en los ojos de todos los que se acercan a besarle las manos buscando su Esperanza. Ahí siempre estará la Macarena, como lo estará en la ronca voz flamenca de quien mandaba al martillo del Señor de la Sentencia en las madrugás de escalofrío, escoltado por la Roma sevillana de enagüeta, gandinga y rodelas, Senatus de esta Roma Imperial que solo defiende las órdenes que dictan las veintiuna plumas de su Capitán. La Macarena siempre estará en los ojos inmensos de Miguel Loreto, aquel Macareno de pura cepa que fue costalero, nazareno y armao además de capataz de la Semana Santa de cirio verde, puestos de la plaza de la Feria, calentitos y aguardiente, aquel que de mármol a mármol aguardó hasta encontrarse con su mirada eterna y entregarle una rosa, una de aquellas que plantase Miguel de Mañara y que él, fue llenando de Esperanza. ~

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