El último sillero de Los Palacios y Villafranca

Juan Luna es el último superviviente de un trabajo en peligro de extinción que heredó de su padre, y de una época en que medio centenar de familias cortaban anea por los paisajes marismeños

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
10 nov 2018 / 18:47 h - Actualizado: 11 nov 2018 / 16:34 h.
  • El último sillero de Los Palacios y Villafranca
  • Juan Luna en brazos de su madre y acompañado por sus seis hermanos mayores
    Juan Luna en brazos de su madre y acompañado por sus seis hermanos mayores

A comienzos de los años 60 del pasado siglo, Florián Luna, que había aterrizado en el extrarradio de Los Palacios y Villafranca desde Montemolín (Badajoz), extendía montones de anea en la sala de su humilde casa, como todas las del barrio de El Cerro, porque era un prestigioso sillero no solo preferido por los responsables del cine de verano que le encargaban a él las imperfecciones de los asientos, sino por sus propios hijos, algunos de los cuales, de nueve que llegó a tener, heredaron aquel singular oficio de andarríos. Sin embargo, el sillero Florián Luna era también el responsable de prensa comunista cuando en un barrio como aquel, a las afueras marismeñas de un pueblo rayano con la campiña, no estaba permitido ser responsable de nada, y mucho menos de nada que tuviera que ver con la prensa y con los comunistas. Por eso tenía una ventana tapiada con dos pilares donde caían clandestinamente los ejemplares de Mundo Obrero. “En aquella época había tres o cuatro familias dedicadas a trabajar la anea, pero había lo menos cincuenta dedicadas a recogerla”, recuerda ahora Juan Luna, el último sillero de Los Palacios y Villafranca, orgulloso heredero de su padre en todos los sentidos, incluido el de un oficio en peligro de extinción que a él, sin embargo, le ha dado para vivir, casarse y tener tres hijos, aunque a veces, “cuando la cosa estaba peor o cuando llegó el boom de la construcción”, lo dejase un poco de lado para “irme de cangrejero o de albañil”.

En todo caso, Juan Luna lleva ya más de una década dedicado íntegramente al oficio de sillero, que no consiste solamente en hacer asientos de anea para las sillas que hace varias décadas eran las de casa y hoy han quedado relegadas al capricho nostálgico, a las casetas de feria y a las peñas flamencas. El oficio, ahora casi desaparecido, es conocido, en efecto, como el de sillero. Pero el trabajo abarca todo tipo de fibras vegetales, como el esparto, el mimbre, la palma, el palmito, el junco, la pita o la caña, con los que se hacían canastos, quincanas, espuertas, hueveras, bolsos para la compra, para los jornaleros de la marisma, para los pastores...

“Lo que más hemos trabajado ha sido la anea”, reconoce Juan El Sillero mientras repara el asiento de una silla de feria, “porque era de lo que más demanda había”. Y añade: “Yo de pequeño recuerdo perfectamente ir con mi madre con un triciclo por las calles, y en una parábamos para dejar una silla arreglada y en otra nos llamaban para encargarnos otras”. Luego llegó la modernidad en forma de tela, cuero y escay, y “la anea cogió mala fama porque decían que tenía chinches; una tontería, el chinche estaba en todas partes en una época en la que había poca higiene”, recuerda Juan, a punto de cumplir 57 años.

La cosa es que el negocio decayó bastante porque la anea tenía una connotación de abuela pasada de moda. Pero luego, con el resurgir de las artesanías, volvió a ganar prestigio. “Tuvimos una época buena antes de que reventara la Mancomunidad de Municipios del Bajo Guadalquivir, cuando había una asociación e incluso íbamos a ferias y exposiciones...”, recuerda.

Fertilidad de la planta

La anea es una planta silvestre tan fértil que crece “donde haya humedad”. Y en los alrededores del Bajo Guadalquivir no faltan parajes donde cortarla. “Si es una zona con dueño, se le pide permiso; si es de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir o del Ayuntamiento, igual...”, señala Luna, que ha cortado anea de siempre entre las vaquerizas -también en peligro de extinción- donde ahora tiene su nave de trabajo, en el Caño de la Vera o cerca de lagunas o humedales como el Cerro de las Cigüeñas o el Lago de Diego Puerta.

La labor es ardua, porque “se hace una corta en mayo y otra en agosto”, pero se precisa dejar las varas de anea extendidas al sol en forma de abanico durante al menos dos semanas para que se sequen. “Si llega un gracioso y tira una colilla o si pasa un rebaño de cabras, las has perdido”, reconoce Luna, que aprendió de su padre, “y también de mis hermanos mayores”, la tarea de volver a los caminos para darle la vuelta a la anea, que crece rápido. “Si cortas hoy anea, y vas mañana, ya ha crecido casi una cuarta”.

Ya con la anea cortada y vuelta a secar en casa, hay que abrirla, que consiste en rajar por medio las largas hojas que han perdido su verdor. “Era lo que más coraje me daba de niño, pero era lo único que me dejaba mi padre hacer; tendría yo siete u ocho años”, recuerda Juan evocando la estampa doméstica de hace medio siglo. Luego, sobre el cuadro de madera de la silla se va trenzando la anea, empalmando unas hojas con otras, retorciéndolas, en una labor que, cualquier profano, tardaría días después de hacer muchos cursos de formación, mientras que Juan tarda dos horas. “¿Qué quieres?”, dice, sonriendo por el vicio sano, “Llevo toda mi vida haciendo esto”. Y es un placer seguir el movimiento de sus manos fuertes y raudas, automáticas, haciendo el trenzado de las fibras, estirándolas, dándoles forma, anudándolas, envolviéndolas sobre el cuadro de madera para conseguir un asiento que tantas veces hemos visto y en cuyo proceso de creación no habíamos reparado...

Difícil futuro

Cuando se le pregunta a Luna por el futuro del oficio, se muestra pesimista. “Esto no tiene futuro”, asegura, “porque está muy pagado y porque la juventud, naturalmente, no quiere seguir”. Ni siquiera su hijo, que aprendió perfectamente el oficio. Por un asiento de anea se pagan 20 euros. “Y esto tiene un trabajo detrás que nadie ve”, explica Juan, que ha tenido que diversificar el trabajo para hacer, también de anea, alfombras o sombrillas de playa, o esterones de esparto para puertas y ventanas.

“Después está la competencia”, advierte, “que viene de Marruecos o de China, y ahí no podemos competir: con uno porque la mano de obra es baratísima, y con la otra porque hacen esto a máquina, aunque no salga igual ni mucho menos”.

Tampoco es optimista en cuanto al apoyo de las administraciones, que “no están por la labor de formar a las jóvenes generaciones”. “Alguna vez han venido aquí para que yo dé cursos, pero tampoco están dispuestos a pagarlo, así que cuando nos muramos nosotros, este oficio se acabará”, profetiza.