Superviviente de ‘mil’ batallas

El palaciego Curro Mayo Troncoso, que pronto cumplirá 102 años, goza de una excelente salud y memoria

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
26 abr 2017 / 21:49 h - Actualizado: 26 abr 2017 / 21:57 h.
"Guerra Civil Española"
  • El centenario Curro Mayo Troncoso posa junto al único hijo que le queda vivo, Pepe. / Á.R.
    El centenario Curro Mayo Troncoso posa junto al único hijo que le queda vivo, Pepe. / Á.R.

Al viejo Curro Mayo, la persona más anciana de Los Palacios y Villafranca –solo hay una mujer de su misma edad–, no le ha sido ajena la muerte a lo largo de su vida centenaria. Al contrario: por detrás de esas gafas que se quita solo para leer le centellean ciertas lágrimas disimuladas cuando evoca atroces recuerdos de la Guerra Civil, que «sufrí entera, más el servicio militar», que empezó antes y terminó después de la contienda extendida entre 1936 y 1939.

Al hilvanar recuerdos de cualquier década del siglo XX –pues las vivió todas excepto la primera–, siempre vuelve obsesivo sobre aquella horrible guerra que «enfrentó incluso a hermanos». «Primero me destinaron en Osuna, y cuando mi padre habló con un conocido que decía tener mano, me enviaron a Algeciras», rememora, aunque aquello era solo el comienzo de la mili.

«Por la guerra ya estuve por toda España. Yo iba a donde me mandasen, no iba a matar a nadie, aunque siempre disparábamos unos para allá y otros para acá, ¿qué íbamos a hacer?». La primavera de 1939 le sorprendió en Barcelona, en uno de los más sangrientos enfrentamientos «con los rojos, como los llamábamos».

Curro nubla la vista, pero lo ve todo como si fuera ayer. «Me mandaron a por más munición, y al levantarme me sentí una quemazón horrible aquí», y se señala la ingle. La bala le atravesó limpia. Era el segundo disparo que recibía ya. «Caí sobre otra trinchera y, del golpe, le partí el brazo a uno que estaba allí». De aquel mismo día, tras la balacera, siempre recordará «a un hombre sin quijada, cubierto de sangre, que solo me miraba y me hacía el gesto de que le disparara en la cabeza». Un capitán que iba con él se lo ordenó, pero «aunque aquel tío estaba pidiéndome, por favor, que lo rematara, no fui capaz». «¿Por qué no lo hace usted?», le preguntó él a su superior.

La muerte, que le había arrebatado ya a una hermana en la época anterior a la guerra, cuando siendo solo un chaval empezó a despachar en una taberna de los Cuatro Vientos –en pleno centro del pueblo–, junto a su casa actual, continuó rondándole siempre, pues se llevó a un hijo con solo días de nacido, a otros dos mellizos con apenas dos años, e incluso a otro adolescente. Al que se llamaba como él, muy conocido en Los Palacios y Villafranca por haber sido el artífice del aterrizaje en el pueblo de tantos artistas como Rocío Jurado, Isabel Pantoja o Chiquetete, además de haber revitalizado la hermandad de los Servitas en uno de sus peores momentos, se lo llevó al otro mundo un simple problema de apendicitis en 1991, cuando solo tenía 49 años.

Para entonces también había muerto su esposa, Isabel Rodríguez, «que fue la mujer más amable que he conocido en mi vida», recuerda. Al poco tiempo, se casó con la hermana pequeña de su mujer, es decir, con su propia cuñada, que también murió hace años... Hoy solo le queda un hijo, Pepe –casado y con dos hijos–, que vive con él y lo cuida. «Yo toco madera, pero él tiene mejor salud que yo», confiesa. «No se queja nunca de nada, ni siquiera de que haga frío», dice. Cuando se le pregunta por la salud al propio Curro, que es capaz de mantener una conversación fluida, se señala la rodilla izquierda. «Por esta no puedo andar como yo quisiera, porque me duele más que la derecha». Por lo demás, vive bien. Se levanta tarde, come y bebe con moderación, y toma el fresco en su calle, la peatonal Blas Infante, desde donde ve pasar la vida, e incluso la muerte, que persigue siempre a los demás. Probablemente, considera que él ya pagó bastante.

Tío de los famosos hermanos Mayo, los del célebre restaurante, cuenta que a su hermano Manolo –el fundador del establecimiento que es hoy una referencia andaluza de la gastronomía– «lo llevé yo a comprar aquel solar, y fui yo quien dio los pasos para medirlo». «Le pedimos 40.000 duros a don Román y luego mi hermano vendió una finca para pagarle la deuda», recuerda. «Yo era como un padre para mi hermano», dice con nostalgia, mientras enseña fotos de hace mucho más de medio siglo, de cuando la esquina en la que vive era el final del pueblo. «Aquí estuve hasta los 55 años despachando en la venta de Diego Mayo, que era de mi abuelo y que yo heredé». Compatibilizó aquella tarea de hostelero con sus viñas. Eran los años de la Posada Galacho, que estaba enfrente, y donde paraban todos los viajeros entre Cádiz y Sevilla. El pueblo era otro pueblo.

Ningún contemporáneo suyo lo reconocería hoy, pero él sí, porque no ha perdido detalle desde que nació, el inocente día del 28 de diciembre de 1915. Aquella venta legendaria, junto a su casa, es hoy la única sede local del Banco Santander, que le paga el alquiler. Como en la canción de Sabina.