h - Actualizado: 28 mar 2017 / 07:58 h.
"Cofradías"

Suenan palillos en la puerta de la iglesia. Los barrios tienen el hábito ancestral de presentir sus fiestas. Y aquí, en el Tiro de Línea –donde la premonición de la Semana Santa la ponen el palio ya montado tras el altar y el Señor en besapié junto a la puerta–, las niñas invocan con su percusión tribal de castañuelas la primavera ardiente de las casetas y los trajes de flamenca, igual que en los pueblos antiguos invocaban con cañas y con tambores la lluvia, la salud o el favor de los dioses. Es emocionante que, a pesar de los siglos y siglos de envilecimientos a porrillo y degeneraciones sin cuento, la humanidad siga conservando intacta la paleta de sus emociones básicas. Emocionante y esperanzador. A lo mejor en esta sencilla sabiduría de hacer sonar los palillos antes de tiempo y de ir a besarle el pie al Cristo de la barriada, gestos aparentemente tan poco sofisticados, radica el secreto del lema que proclama la filosofía de la hermandad: Por un mundo mejor. En Sevilla hay dos imágenes arrebatadoras antes de que la Semana Santa ponga a la primera en la calle: una es ver al primer nazareno, para lo cual todavía queda un poco; la otra, ver el primer paso. Al fondo, tras el altar, el palio reluciente, montado sobre una balsa de plásticos que le dan la estampa de lo nuevo, imprime en el visitante esa descomunal impresión de la primavera irreversible con la que Sevilla lo atrapa a uno para los restos. ¡Cuántos títulos de hijo adoptivo ha expedido esta ciudad con ese procedimiento inesperado!

En los besamanos de las viejas capillas del centro siempre hay, junto a la imagen en cuestión, un estiradísimo servidor con librea y pañito bordado cuya misión solemne es hacerle así a la zona afectada, es decir la del beso, para que el siguiente de la cola no tenga la sensación de que está intimando carnalmente con la media Sevilla más piadosa. Nada que ver: junto a la talla de Jesús Cautivo, esa función la asume una chavalilla en vaqueros y con un plumas a la que nunca en su vida se le ha pasado por la imaginación adoptar aires medievales para ningún cometido social. Hay otras más junto a ella y se van alternando, mientras a la oscuridad del templo sigue entrando la muchachada a puñados. Incienso no hay, pero los recibe con la misma efusividad el olor a colonia de un vecino con jersey de cuello vuelto que, en su afán por dar con los mejores encuadres para la fotos, va y viene del palio al Cristo y del Cristo al palio como una especie de botafumeiro humano con reminiscencias francesas y cierto mejunje de bergamota, cedro, espliego y lima, más un regusto final a gazpacho. Refulge la plata, palpita el oro y sonríen los santos desde los arcos, pero la sacralidad más contundente la pone el lloriqueo atroz de un bebé desde su carrito, adornando la humildad y la grandeza del lugar con ese soniquete deliciosamente insoportable que recuerda a cuando la religión y la gente eran la misma cosa. Mientras tanto, afuera, los naranjos de la calle llaman a otra oración de la tarde: la de acudir a por la papeleta de sitio, convocatoria que tiene la esquina de enfrente llena de paisanos esperando a que se abra la secretaría. Y en esas que entra Néstor a la iglesia, camuflando su mocedad tras unas barbas tempraneras y un pelazo que hará bien en aprovechar ahora que puede. Lleva al cuello la medalla de la hermandad y cuenta que este año se ha hecho hermano, que saldrá de nazareno por primera vez y que precisamente va a la reunión del grupo joven a ver qué se cuece por allí y cómo echar una mano. Si en la reunión le diese por echar una cabezadita aprovechando el ambiente beatífico, nadie se lo podrá reprochar: cuenta su padre que el muchacho no duerme soñando con el Lunes Santo, insomnio que ha hecho extensivo al núcleo familiar, donde de madrugada, no bien Néstor termina de rezar sus oraciones por los ancestros de esos maestros suyos que le ponen tan pocos deberes, no se habla de otra cosa que de la intendencia y los pormenores de la estación de penitencia. La tarde en la que bautizaron a este sevillano en esa misma iglesia, dijo el párroco que la gente está muy equivocada: que habla de sagradas imágenes cuando debería decir benditas; porque no hay pedazo de madera, por exquisitamente tallado que esté y por sobrecogedoramente marcados que tenga los signos de la divinidad, que valga más que un hijo de Dios de carne, alma y hueso, con sus barbas y sus deberes, con sus medallas y sus sueños desvelados, con esos nervios que los ponen a tocar los palillos a destiempo, a poner deberes como si no hubiera un mañana o a echarse encima el frasco de colonia por pura devoción, o con ese gusto por borrar los besos del empeine de su Cristo para que pase el siguiente y no lo note. El templo de Santa Genoveva está lleno de imágenes sagradas y la Semana Santa, allí, hace tiempo que es una fiesta.