El órgano y las zambombas

Llegan hasta nuestros días viniendo de una práctica popular anterior pero fomentada también por los religiosos

24 dic 2017 / 13:30 h - Actualizado: 23 dic 2017 / 21:08 h.
"La memoria del olvido"
  • Representación de un nacimiento. / El Correo
    Representación de un nacimiento. / El Correo

{En la leyenda de Maese Pérez, una de las más hermosas de Gustavo Adolfo Bécquer éste contrapone la magia y el misterio que emanan del instrumento del organista con el primitivismo de la música popular, acompasada por zambombas y sonajas, que entona la gente menuda situada en las cercanías del cancel de la iglesia conventual de Santa Inés.

De ello parece deducirse que el poeta, como en tantas otras cosas y tantos otros románticos, era un adanista empedernido y creía en una pureza original que, luego y poco a poco, se había ido perdiendo. Pero lo cierto es que, en Sevilla –y en toda Andalucía, en general–, desde mucho tiempo antes de que él naciera, los sones populares (salvo en la Catedral y, tal vez, en algún templo más como la colegiata de El Salvador), habían prevalecido sobre los llamados «cultos» porque constantemente encontramos nombres de autores y autoras, gitanas incluso, a quienes se les encargan anualmente los villancicos de fiestas patronales o días litúrgicos con arraigo popular para ser cantados en las iglesias.

La separación entre el templo y la calle tal vez se produjera hace ahora casi 230 años, en el siglo XVIII, cuando, de igual manera que había sucedido en otros campos, las modas francesas que seguían las pautas aúlicas de Jean Philipe Rameau u otros, penetraron también en éste por el método ilustrado o sea, por el de gobernar para el pueblo pero sin el pueblo. Sevilla tenía –es un decir porque nunca pisó esta ciudad– un cardenal miembro de la familia real y este prohibió los cánticos tradicionales sustituyéndolos por otros que envió desde la Corte.

A los decretos oficiales se oponía así, en los dominios de la gente sencilla, algo tan tozudo como la costumbre. Sin querer conformó dos liturgias en torno a la celebración de la Navidad. Nada nuevo bajo el sol de todas formas porque, en el XVII, también en torno a los días y los ritos de la Semana Santa se habían formado en Andalucía ceremoniales bien distintos en él.

Autores tan sesudos y minuciosos como Justino Matute aplaudieron la decisión del purpurado porque los negros (entonces los negros tenían más importancia en el folclore de lo que después ha quedado en el estereotipo) y los gitanos estaban entre los compositores de la música de las canciones navideñas o, por lo menos, las habían hecho suyas y con ellas se agolpaban a los pies de las iglesias como en el relato de Bécquer.

Desde medidos del siglo XVIII hasta más de 100 años después Andalucía estuvo vertebrada –o desvertebrada– en dos bandos que se repartían las aficiones (entonces se llamaba afición a lo que no era trabajo). Por un lado estaba la administración ilustrada y la iglesia jerárquica y, por otro, la nobleza rural, los frailes y las capas sociales de abajo. En esta parte, los religiosos desempeñan un papel muy importante, el de resaltar líricamente la importancia de las festividades que ordenaban el año. De sus plumas (no de las de los gitanos y los negros) provienen la literatura de buena parte de las saetas, los cantos de romería, los de alba, siega o trilla, esas seguidillas bíblicas que todavía escuchamos –y bailamos por sevillanas, a veces– y, por supuesto, muchos de los villancicos que todavía cantamos en los días de la Navidad.

A la militancia frailuna se debió entonces la advocación de la Divina Pastora y la de las hermandades para promoverlas, los rosarios de la aurora, las cruces de mayo y también esas agrupaciones de mujeres que todavía subsisten en Arcos de la Frontera y otras poblaciones de su derredor y de las que han derivado las que ahora hacen furor con el nombre de zambombas.

Las zambombas llegan hasta nuestros días viniendo de una práctica popular anterior pero fomentada también por los religiosos, las jornaditas, en las que estos reunían semanalmente a esos grupos femeninos para conmemorar el viaje de San José y la Virgen hasta Belén y también el de después del parto huyendo del rey Herodes, la huida a Egipto de la Sagrada Familia.

En ese espacio gaditano que va desde las primeras estribaciones de la sierra a la campiña jerezana vamos a encontrar hoy un fenómeno doble: el de esas zambombas de Arcos en las que se siguen cantando romances tradicionales y coplas navideñas de los siglos dieciocho y diecinueve sin que el flamenco tuviera –hasta hace poco– nada que ver con ellas y el de las zambombas flamencas de Jerez (y ya de todas partes) donde las mismas coplas son cantadas con el compás flamenco del tango o de la bulería y, especialmente, por las familias gitanas.

Las letras de las cancioncillas que se escuchan en unas y otras están llenas de metáforas, de imágenes abstractas y de alusiones bíblicas que no pasaron desapercibidas para el surrealismo de los ultraistas y los de la Generación del 27. A veces, por la dificultad de su comprensión, las voces de la gente sencilla que las canta han modificado, incluso, su sentido. De esta forma y de la misma manera que el lirio de Judea pasa a ser clavel de España en el Poema de la Saeta de García Lorca, el Camino de Egipto a Nazaret, cantado a la vez en romance y por tangos, se «ha nacionalizado» y de ruta hebrea se ha transformado en vereda andaluza.

Pero una cosa es cierta: esos villancicos, quiste folclórico en unas poblaciones y cante gitano en otras, con doscientos años de antigüedad, se salvaron del olvido no por las disposiciones de aquel cardenal sino por las sonajas y zambombas ante las que el padre de nuestra poesía –Bécquer– torcía la nariz. ~