Jardines secretos humildes

26 ago 2017 / 20:45 h - Actualizado: 26 ago 2017 / 23:04 h.
"Patrimonio","La última (historia)"
  • Corral del Conde en la calle Santiago.
    Corral del Conde en la calle Santiago.

El patio, esa herencia de Roma prolongada a través de los siglos andalusíes, se convirtió en Sevilla y Córdoba en un jardín doméstico en el que soportar las tórridas temperaturas del verano y donde celebrar el fin de los trabajos y el esplendor de los días en medio de un ambiente en el que la severa arquitectura romana había sido suavizada por la decoración vegetal y floral.

Cuando la nave de aquella Sevilla de los cientos de palacios y los monasterios de todas las órdenes religiosas de la cristiandad comenzó a hacer agua, cayeron muchos de los suntuosos espacios y cientos de casas grandes y otros pasaron, poco a poco, a ser habitados por decenas o cientos de familias llegadas desde lugares diversos que se encontraban en peor situación aun que la gran ciudad. Al lado de las casas que lograron eludir la tempestad, surgieron enclaves en los que un incalculable número de habitantes se repartían los espacios para vivir en ellos dejando los antiguos patios y corrales como zonas comunes, compartidas para tareas muy diversas y para esas fiestas populares que comenzaban a interesar a los primeros viajeros en busca de sensaciones exóticas.

De esta manera volvieron a nacer allí jardines con un encanto especial: el que le prestaban el afán de unos por añadir plantas frondosas o raras a las existentes y la imaginación de otros (casi siempre otras) por combinarlas.

Los patios y jardincillos de corrales de vecinos y casonas llenas de recovecos fueron muy frecuentes, tanto que su estética pasó, primero, al teatro en comedias de enredo y sainetes y, después, al cine como un estereotipo más de los que distinguían a Sevilla en el mundo. Hasta el gran éxodo de las cavas en los años sesenta, esta zona de Triana estuvo llena de ellos. Aun queda en la calle Castilla algún espacio vecinal que recuerda la época.

Por el resto del caserío, según los barrios, los patios señoriales llenos de vegetación y centrados en bellos surtidores de agua, alternan con aquellos enjaezados por la gente menuda. En las calles de Guzmán el Bueno, San José o Zaragoza siguen luciendo algunos de los primeros aunque desaparecieran para siempre mientras que de los segundos –afortunadamente por muchas que sean las sevillanas que la nostalgia les dedicara– quedan bastantes menos aunque los de mi edad aun recordemos haber sentido alguna vez el frescor de los jardines de los Sánchez-Dalp, en la Plaza del Duque, y nos veamos, de niños, entrando por la puerta que la Casa de los Artistas tenía en la calle Feria y saliendo por la trasera de Jerónimo Hernández tras haber atravesado sus rincones, llenos de plantas y vecinas que lavaban o tendían la ropa. Más abiertos, pero igual de populosos eran los espacios del corralón de la calle Santiago y los que, conservando aun muchos grutescos renacentistas, ocupaban los que, siglos atrás habían sido de la poderosa familia judía de los Levíes, junto a la iglesia de San José.

Muy cerca de allí, en la calle Verde de la Judería de San Bartolomé, estuvo el Corral del Agua donde, en 1749, encerraron a cientos de gitanas con sus niños pequeños antes de enviarlas a la alcazaba de Málaga. Aquel enclave desapareció en los años sesenta del siglo pasado para ser sustituido por unos bloque de pisos sin personalidad alguna. A su lado, sin embargo, surgió un extraño patio tropical, lleno de plataneras que, milagrosamente, conseguían dar frutos en el clima sevillano: lo plantó Paco Lira para abrir La Carbonería, una taberna con los mismos cánones de ocio y de cultura que antes habían creado para La Cuadra, el local que prestó su nombre al grupo teatral de Salvador Távora y sirvió de taller a Smash.

Hoy sigue siendo el jardín secreto que antes existió en los corrales de vecinos.