Los dos protestantes de la calle Feria

Francisco Palomares y su hijo –del mismo nombre– fueron dos personajes significados en la ciudad

27 dic 2017 / 06:58 h - Actualizado: 27 dic 2017 / 06:58 h.
"La última (historia)"
  • Retrato de Francisco Palomares García. / Familia Palomares
    Retrato de Francisco Palomares García. / Familia Palomares

Antes de que termine el año del Quinto Centenario de la Reforma Evangélica que, en Sevilla, sólo ha tenido una humilde exposición en la logia del ayuntamiento, se hace conveniente recordar a dos protestantes sevillanos de la calle Feria, a Francisco Palomares –el doctor Palomares– y a su hijo, que tenía el mismo nombre. El primero, además de inventar un jarabe al parecer buenísimo, lo regalaba a quien no tenía dinero para pagarlo, o sea, a muchísimas personas de aquellas calles entonces insalubres. La gente puso a la medicina el sobrenombre de Jarabe Protestante. Aparte de eso, aprovechó la ley de libertad religiosa de la I República para comprar al Estado las ruinas de lo que había sido el convento de San Basilio de la calle Relator, el lugar donde nació la hermandad de la Sentencia, para levantar allí el templo luterano que todavía abre allí sus puertas.

Francisco Palomares, hijo, fue un personaje polifacético: periodista, autor teatral, matador de toros, caballero de la Legión de Honor francesa, marino, inventor, director de un museo... y, en política, republicano federal. El protestante Palomares supera, incluso, a otros personajes de su época como Fernando Villalón o Ignacio Sánchez Megías.

Mientras el padre gastaba los últimos años de su vida en hacer el bien por medio de la filantropía cristiana, el hijo inauguraba la iluminación eléctrica de la Plaza de toros de la Maestranza haciendo el paseíllo junto a Lagartijo Chico y Corchaíto. Eso sucedía poco antes de que en Europa se desencadenara la Gran Guerra. Tras su estallido, cambió el traje de luces por el gris militar para alistarse en el ejército galo y enfangarse en las trincheras de Verdún.

El doctor Palomares murió en medio del conflicto y del cariño general. El primer ayuntamiento del segundo intento republicano le dedicó una calle que la intolerancia de los años bárbaros le robó: hoy se llama Bordador Rodríguez Ojeda.

Su hijo, convertido en héroe, volvió a una Sevilla en la que brotaban la radio, la aviación, los preparativos –nunca acabados de preparar del todo– de la Exposición Iberoamericana y el surrealismo. El surrealismo era lo cotidiano. Belmonte podía mantener relaciones filosóficas con el comecuras Valle Inclán y, al mismo tiempo, tener vara alta en la hermandad del Cachorro; García Ramos pintar a capillitas viendo la hermandad de la Carretería con zahones y sombrero de ala ancha, Villalón sacaba los colores a la Virgen de Lourdes para ponérselos a la Macarena y ésta misma se ponía de luto por Joselito el Gallo. André Bretón no llegó a tanto.

Seguramente fue entonces cuando Palomares acuñó el lema del que presumiría a lo largo de su vida: «gastar su fortuna en reírse».

Para cubrir esa faceta editó A, C y T, revista mundial de primera necesidad, escribió sainetes y zarzuelas e inventó un objeto volador –microplano lo llamó él– que, según pregonaba rezaba su publicidad, planearía imitando el vuelo de todas las aves, «excepto el del Ave María». No pudo conseguir, sin embargo, aunque se lo pidió insistentemente, que el Conde Halcón, alcalde de Sevilla, le buscara un guardia municipal «con ganas de suicidarse».

No encontró ningún voluntario para probar el aparato ni nadie que se lo quisiera fabricar. En cambio la fortuna le sonrió en los escenarios: el mismo rey Alfonso XIII asistió, en el teatro del Duque, al estreno de su zarzuela Sangre española y lo felicitó cuando cayó el telón. A pesar de eso Francisco Palomares continuó siendo republicano lo mismo que había seguido siendo protestante cuando el Estado católico le otorgó la Cruz de Beneficencia.

Lo cortés no quitaba lo valiente. Yendo por el lado serio de la vida, Francisco Palomares se embarcaría en la aventura de fundar, El País, un periódico republicano–federal que compartía las ideas políticas de otros protestantes andaluces y prepararía el terreno a las candidaturas de José Marcial Dorado, miembro también de la comunidad evangélica sevillana– y Blas Infante diez años más tarde.

También tuvo tiempo para instaurar la Escuela Náutica Flotante en un barco de su propiedad y continuar la tarea emprendida por su padre de reabrir el Museo de la Inquisición con cientos de piezas que guardaba en su propia casa de la calle Castelar.

La guerra lo cortó todo. La Macarena no pasó durante años por delante de la iglesia protestante de la calle Relator porque, en julio de 1936, quemaron la de San Gil, al mismo tiempo que ardía en la calle Castelar las piezas del Museo de la Inquisición. Y cuando todo parecía volver a la normalidad, el templo evangélico de San Basilio hubo de soportar las últimas llamas de la intolerancia. Terminaba un surrealismo y comenzaba otro, el que proyectaría la imagen de un país diferente.

El fundador del primer diario El País murió arruinado y sin risas en 1941, con el escaso sueldo de jefe de los servicios municipales de limpieza. Lo enterraron, con su padre, en el cementerio protestante de Sevilla. Ése al que la intolerancia llamaba el corralito.