«España no ha sido capaz en dos siglos de crear un modelo de bachillerato idóneo»

Pedro Piñero es catedrático emérito de Literatura Española en la Hispalense. Su brillante labor aúna hitos como rescatar el Romancero cantado en los pueblos y universalizar la obra completa de Mateo Alemán como el gran antecedente de Cervantes para crear la novela moderna

Juan Luis Pavón juanluispavon1 /
24 oct 2016 / 07:36 h - Actualizado: 24 oct 2016 / 07:36 h.
"Historia","Son y están","Tradiciones"
  • Pedro Piñero, en su domicilio, donde continúa investigando temas como el Romancero. / Manuel Gómez
    Pedro Piñero, en su domicilio, donde continúa investigando temas como el Romancero. / Manuel Gómez

La palabra, la comunicación oral, el texto literario, están vivos entre nosotros, como fecundo patrimonio de tres dimensiones (pasado, presente y futuro) gracias a la ingente labor de estudiosos como Pedro Piñero. Tanto las obras de autores renombrados, como el legado de origen anónimo. El Romancero popular y la novela picaresca son sus grandes especialidades. Pero no las únicas, pues son muchos los temas que le interesan y apasionan. A sus 75 años, casado y con una hija licenciada en Derecho, nos recibe en su domicilio, entre el Polígono de San Pablo y Santa Clara, con el ordenador encendido y manejando libros y documentación que utilizar en una de sus investigaciones. Sigue en activo. De escribir y pensar no le han jubilado.

Comencemos por sus orígenes.

—Nací en Madrid el 1 de enero de 1941. Mis padres eran de Prado de Rey (Cádiz). Los primeros años de mi infancia los pasamos en Ciudad Real. Vivíamos un poquito mejor que la mayoría de las familias (había en general mucha penuria en la posguerra) porque mi padre era funcionario del Estado, trabajaba en la Fiscalía de Tasas. Mi madre nos criaba a los hijos, soy el segundo de siete hermanos. Cuando éramos aún solo tres, en 1952 mi madre convenció a mi padre para volver a Andalucía. Y eligió Sevilla por ser una ciudad con Universidad, soñando con lograr que sus hijos estudiáramos una carrera.

¿En qué zona de Sevilla se asentaron?

Vivía en lo que ahora es la calle Almotamid, junto a la Gran Plaza. Estuve en colegios de Nervión. Y el centro nos parecía algo alejadísimo. Había huertos, y una pequeña granja con vacas delante de la iglesia del barrio. Para ir a la Universidad cogía el tranvía que llegaba desde el Cerro del Águila.

¿Cómo se apasionó por la Literatura?

—En el bachillerato tuve un profesor estupendo de Literatura Española, don Alfredo Malo, que había estado fuera de España, en Inglaterra, huyendo de los problemas que tuvo con el bando ganador de la guerra civil. Me hizo leer y me enseñó muchísimo. Y me dije: “Este es mi tema, mi camino”. Entré en la Universidad de Sevilla para hacer Filosofía y Letras. Ahí, mi primer maestro, don Francisco López Estrada, me recomendó que estudiara Filología Románica en Granada, y después me llamó para ayudarle en la creación de la Facultad de Filología en Sevilla. Un gran proyecto con visión a largo plazo. En el periodo 1965-66 pasé de terminar la licenciatura a dar clases en la universidad. Era el profesor más joven de aquel equipo inicial y soy el único que queda vivo.

¿Sintió vértigo al cambiar tan rápido de estatus en las aulas, de ser alumno a ser profesor?

—Fue muy duro para mí. Me salió una úlcera. Tenía que dar clases de Lingüística General, y también de Fonética y Fonología. Temas a los que me había acercado menos durante la carrera, a mí lo que me interesaba más era la Literatura. En clase tenía alumnos mayores que yo, como Antonio Garnica, que ahora es catedrático. Y otros que eran de mi edad y tenían mucha base cultural, como Carmen Romero, Jacobo Cortines, Alberto Fernández Bañuls, José María Pérez Orozco,... Hasta el cuarto año no logré que López Estrada me pasara a dar clases de Literatura, y tomaron el relevo en Lingüística profesores mucho más preparados que yo.

Cincuenta años después, ¿cómo valora aquella Sevilla universitaria?

—Tanto mis años de estudiante como los primeros de profesor, fueron un momento fundamental para la evolución de Sevilla y de la universidad. Era una universidad viva, donde la gente se interesaba por todo, tenía inquietud no solo por una temática. Había actividad continua en las facultades. Se hacía cola o se llegaba una hora antes para oír a un personaje que venía de fuera a dar una conferencia. Eran alumnos bastante más preparados que ahora. Y había grandes tensiones entre grupos de profesores de muy diversa mentalidad y formación, unos muy de derechas y otros muy de izquierdas. Todo eso empujaba aún más a los estudiantes a participar. Tuvimos la suerte de tener como profesores a grandes maestros. Recuerdo con mucha frecuencia a Agustín García Calvo. Conocido por su bohemia, pero sobre todo era un profesor magnífico. Me enseñó cómo apreciar los textos, su interés intrínseco, cómo hacer el comentario de texto, que son la base de la Filología y del estudio de la Literatura. Y me enseñó a dar clases. También me marcó ser alumno de don Juan de Mata Carriazo, que era un medievalista de primera línea, y era perfecto dando clases, qué bien hablaba y cómo se las preparaba.

Su nombre está asociado al estudio del Romancero oral. ¿Qué le impulsó a ello?

—Fue de modo casual. En 1982, en Arcos de la Frontera, en casa de José María Capote, gran amigo, que había sido alumno mío. Cantó unos romances. Y llegó su madre y cantó más romances. Me interesó, y creé en la Universidad de Sevilla un grupo de investigación de gente muy activa, muy preparada, sobre todo eran estupendos encuestadores, con el fin de recabar romances, hablando con las personas que aún los cantaban, y grabándolos. Y recorrimos todos los pueblos de las provincias de Sevilla, Huelva y Cádiz, poniendo en marcha el estudio y edición del Romancero General de Andalucía. Otros investigadores se animaron también a emprender esa labor en Córdoba, Jaén, Granada...

¿Han comprobado años después si continúan transmitiéndose a las nuevas generaciones?

—Hemos vuelto a algunos pueblos, por ejemplo del Aljarafe sevillano, para comprobar si aún había personas que sabían y cantaban esos romances, y ya ha desaparecido. Han fallecido las señoras que los cantaban cuando se reunían a coser, o planchar, o lavar. Como han cambiado las pautas de vida, se ha extinguido esa forma secular de cultura popular que se transmitía por vía oral. Recuerdo, cuando aún había ancianas que los sabían, yo les decía: «Lo que usted está cantando es de la Edad Media». Y me respondían, asombradas: «Eso no es posible, eso no es posible...». Me siento muy satisfecho de que hayamos podido rescatar y divulgar todo ese patrimonio cultural inmaterial antes de que desapareciera. La investigación tenía varias fases. Tras transcribir las grabaciones de los romances cantados, los clasificamos y analizamos, estudiando su estilo, su época, su origen, sus variantes nuevas a lo largo de los siglos, y su valoración filológica e histórica.

¿Qué repercusión académica ha tenido esa labor fuera de Andalucía?

—Una de las experiencias más extraordinarias de todo ese proyecto es cómo se implicó con entusiasmo la Universidad de Colonia (Alemania). Estudiantes y profesores se unían con nosotros para el trabajo de base en los pueblos. Y se emocionaban al comprobar cómo algunos romances de la Andalucía rural proceden de baladas centroeuropeas, de larguísimos poemas épicos germánicos. Y los veían como cultura viva cantados por ancianas en una forma lírica condensada. Tanta repercusión tuvo ese hallazgo en dicha universidad, que he impartido en ella cursos para alumnos de doctorado, y siempre se agotaban las plazas. Cuando ponía las cintas magnetofónicas o los vídeos con las ancianas cantando, se les ponían los pelos de punta. Y ya se han elaborado dos tesis doctorales en Colonia sobre el Romancero andaluz.

¿Qué rasgos diferenciales tiene en Andalucía respecto a otras regiones de España?

—El Romancero en Andalucía tiene características distintas al del Norte de España. No en vano en Andalucía es donde nacen los jarchas como forma de lírica popular. El norteño es más largo, más detallado, con más secuencias. El del sur es más lírico, más recortado, porque en Andalucía hay tendencia a reducir los textos y a contar las historias con menos versos. El flamenco es un ejemplo clarísimo de intentar emocionar al máximo con menos palabras.

¿Esta labor erudita contribuye a darle más respetabilidad cultural al flamenco, a ojos de quienes solo le confieren vitola de jarana?

—Desde la Fundación Machado, a la que pertenezco, siempre he abogado por dignificar este patrimonio cultural. Y a algunos artistas flamencos, decirles que ellos saben más de cantar, pero que no se confundan cuanto hablan, porque saben menos que los estudiosos sobre los orígenes sociológicos del flamenco, o sobre los orígenes de un texto que cantan. Como alguno que representa una versión de los que están en los cancioneros de finales del siglo XV. Y hay cantares del flamenco que están en estrecha relación con la literatura tradicional del siglo XVI. La base cultural del flamenco es muy seria, muy sólida, muy bien asentada.

En su trayectoria sobresale su labor de estudio y difusión de la importancia literaria de Mateo Alemán.

Me interesó desde mi época de estudiante. Mi tesis de licenciatura fue sobre Mateo Alemán, sobre la Ortografía Castellana que publicó en México. No es solo un texto filológico, el texto también da cuenta de su formación, de su vida y de sus problemas. A mí siempre me ha interesado Mateo Alemán. Vi que incluso las personas estudiosas solo lo conocían como el autor de Guzmán de Alfarache y creador de la novela picaresca, que ya es algo memorable. Fue para mí una gran satisfacción organizar en Sevilla, en 1999, un congreso internacional sobre él, aprovechando que era el cuarto centenario de la primera edición de dicha obra. Me lo propuso mi gran amigo y maestro Francisco Márquez Villanueva, cuando él estaba como catedrático en Harvard. Reuní a todos los grandes expertos que hay en el mundo, y con la aportación de todos se elaboró un libro que tuvo éxito en el ámbito investigador.

¿Por qué la Universidad de Sevilla, ya en la época democrática, no recuperó a Márquez Villanueva, que hubo de marcharse durante el franquismo?

—Fue una barbaridad que este sabio tuviera que irse de Sevilla. En 1979-80 intenté que se le recuperara, en línea con lo que estaba promoviendo el Ministerio de Cultura para el retorno a España de eminentes intelectuales. Lo propuse al rectorado, y todavía tenían fuerza profesores que no querían ni verlo. Un colega que estaba en mi departamento, y que era vicerrector, dijo que ni hablar. Márquez Villanueva se fue de la Hispalense porque vivió la época en la que el Opus Dei comenzó a presionar para influir en la universidad. Agustín García Calvo tuvo la capacidad de echarles un pulso para resistir, pero Paco Márquez era muy joven y no se vio con fuerzas para eso.

¿Cuánto tiempo tuvo que dedicar usted a impulsar y elaborar la edición de las obras completas de Mateo Alemán, editada en 2014?

—Cuatro años. Y ese reto me lo propuso mucho antes un gran especialista y amigo, Michel Cavillac, de la Universidad de Burdeos. Dejé pasar tiempo hasta que conseguí una ayuda a la investigación, y reuní a seis expertos, tres españoles y tres extranjeros. Nos comprometimos a hacerlo, en tres volúmenes y en cuatro años. Para mí fue una enorme labor de coordinación y revisión, porque cada uno tiene su forma de trabajar y era obligado unificar criterios. Se añadía la dificultad de que la obra de Mateo Alemán estaba muy dispersa. Ahora ya está toda reunida y analizada. Creo sinceramente que se ha hecho un buen trabajo.

Explique qué tiene de relevancia universal el legado cultural de Mateo Alemán.

—Sin libros pioneros como Guzmán de Alfarache no se hubiera escrito El Quijote, porque ahí está la clave del realismo de Cervantes. Son los dos autores que crean la novela moderna. Y de esto los sevillanos no quieren enterarse o no les interesa. Su vida y sus obras aportan claves para entender la España de los siglos XVI y XVII. Perteneció al selecto grupo de grandes personajes de nuestra cultura que, por primera vez en nuestra historia, estaba conformando una intelectualidad en la que la razón está por encima de la fe.

A más sevillanos les suena su nombre por ser el autor del Libro de Reglas de la Hermandad del Silencio.

—Mateo Alemán camufló su origen judeoconverso gracias a su relación con las hermandades, donde se convirtió en un personaje porque era listo. Era un hombre con muchos problemas, y con muchas tensiones por su ascendencia. Lo pasó muy mal.

¿Quién compra y quién lee tres volúmenes con las obras completas de un escritor de hace cinco siglos?

—Está en cualquier departamento de Filología Hispánica en las mejores universidades del mundo, incluyendo las de Estados Unidos. Es una de las claves por las que llegué a un acuerdo con Veuvert para que fuera quien lo editara. Esta editorial es una de las grandes del mundo hispánico. Tiene sus sedes centrales en Frankfurt y en Madrid. Y difunde sus libros por todas las universidades. Así está al alcance de profesores y estudiantes. Ya ha tenido 14 reseñas en publicaciones internacionales. Para un lector normal no es fácil adquirirlo en librerías porque es caro. Todo lo contrario que libros pequeños que he escrito, como ‘La Sevilla imposible de Santa Teresa’, de los que sí se han comprado muchos ejemplares. El título tiene gancho, y es veraz, porque fue tremendamente difícil para la santa su experiencia en Sevilla.

¿A qué se dedica actualmente?

—Una investigación sobre el Romancero fronterizo. Voy a publicar los 36 romances fronterizos que hay, con sus variantes y versiones distintas, cuentan las guerras y las relaciones entre moros y cristianos en los siglos XIV y XV. Son preciosos, son a la vez historia y literatura, contaban lo que iba pasando. Por ejemplo, la conquista de Álora. Y también estoy escribiendo un estudio que me han pedido sobre Inés de Castro, un personaje muy curioso de nuestro siglo XIV [amante del Infante Pedro de Portugal y declarada reina después de ser asesinada]. Hay canciones sobre ella que proceden de un romance del siglo XV. Estoy estudiando cómo se conforma la leyenda sobre su vida, hasta qué punto es historia o fantasía.

¿Ya no imparte clases?

—Ya no, desgraciadamente no, porque yo era feliz en clase, no me costaba ningún trabajo. Creo que mis alumnos han disfrutado y han aprendido conmigo, porque soy capaz de contagiar ese placer de la Literatura. Eso es lo primero que tiene que hacer un profesor. Sigo siendo catedrático emérito pero sin dar clases.

¿Considera que ha mejorado o empeorado la enseñanza de Lengua y Literatura en los colegios e institutos?

—Mi sensación es mala. España no ha resuelto aún, desde el siglo XVIII, dos grandes problemas culturales. No ha sido capaz de organizar un bachillerato idóneo y estable. Se sigue cambiando cada dos por tres, mientras países como Francia y Alemania tienen bachilleratos magníficos desde hace muchas generaciones. Y España no ha remediado su desconexión respecto a la Ilustración, por lo no se ha articulado un sistema que esté fuera de la influencia de la Iglesia. Aquí se confunde razón con fe y fe con razón. Es muy grave que se esté haciendo desaparecer a las Humanidades. Te dicen: ¿Y eso para qué sirve? ¿Eso qué produce? Claro que produce algo muy valioso: La capacidad de reflexión, de analizar, de meditar, de pensar. Eso lleva a la libertad. Pero al sistema no le interesa que la gente piense.

¿Cuál es el nivel de los jóvenes que hoy en día ingresan en la Universidad para matricularse en facultades como Filología?

—Si hablamos de la mayoría, no se puede hacer una idea de lo poquísimo que saben y las barbaridades que dicen. En otros países europeos, llegan a la Universidad con mucha más formación. Antes, en los institutos, se aprendía más Literatura que ahora. En paralelo a ese bajísimo nivel medio (que es primordial para vertebrar el futuro del país), hay un reducido grupo de estudiantes que son de primerísima línea, y con gran implicación. Muchas veces he llevado a alumnos de ese nivel a participar en cursos intensivos en la Universidad de Colonia, y demuestran que están tan preparados como los alemanes o austriacos. Reflexionemos: es un gran error determinar que todos los jóvenes han de ser universitarios. Solo han de entrar los que estén preparados. Ahora, en cambio, gastamos enormes cantidades de dinero para tener universitarios con títulos que no saben cómo van a comer.

Nuestro mundo fronterizo es ahora el conflicto político y ético en Europa en relación a abrir puertas o levantar muros al éxodo desde África y Oriente Próximo. ¿Cuál es su criterio?

—Es un tremendo problema y una gran preocupación para mí. Soy partidario de que las fronteras tienen que abrirse, controladas, a la gente que lo necesita. No le va a pasar nada a Europa por permitir la entrada de tres o cuatro millones de personas, repartidas por todo el continente. En muchas zonas sería muy bueno, hacen falta más jóvenes trabajando. Y más contribuyentes para sostener nuestro sistema de pensiones. Es el momento de ayudar a esos millones de personas, porque Europa debe entender qué ha pasado. Durante cinco siglos, del XVI al XX, Europa ha estado explotando todas las riquezas del mundo, y les hemos explotado vendiéndolos y utilizándolos como esclavos. Que se lo digan a los belgas, a los ingleses, a los españoles, a los franceses... Además, en el reparto de África, se crearon fronteras, sin conciencia de a qué pueblos se unía o se separaba, y eso ha provocado multitud de enfrentamientos. Ahora, esos señores, que están pasando miseria en sus países, necesitan que les echemos una mano. Porque Europa, España incluida, sigue perdonando a sinvergüenzas asesinos que están al frente de sus países, los reciben y les dan un abrazo. Europa está fallando. Han desaparecido los valores morales y han sido sustituidos por los intereses económicos.

¿Cuál es su opinión sobre la evolución de Sevilla, como ciudad y como sociedad?

—No veo muchos cambios. Sigue estructurada desde ópticas muy antiguas. Domina el criterio de la distribución social a través de las hermandades. Y eso es de finales del siglo XV. En ciudades como Siena eso pasó a la historia. Sí ha mejorado la ciudad al peatonalizar zonas del centro y facilitar pasearlo y disfrutarlo. Otra cosa es si desde el punto de vista estético es buena o mala la solución aplicada. Y la paradoja es que el peatón ahora no puede andar bien por lugares que están llenos de sillas de los bares. En eso se ha retrocedido. Está bien que aumente la afluencia de turistas a la ciudad, pero mantengamos la prudencia para pensar en el peatón que no es turista.

¿Es una ciudad para entenderla a pie de calle?

—Desde que llegué en 1952, ha mejorado mucho la educación de los sevillanos y las relaciones de convivencia en la calle. La gente es más culta, más respetuosa con el prójimo. Estoy a gusto en Sevilla, una ciudad preciosa. Aunque es demasiado ensimismada y ombliguista, y eso a veces atosiga, le falta visión de conjunto sobre el mundo de hoy.