Cuando se va un grande del cante, como fue José Menese, comienzas inevitablemente a repasar tus vivencias con él, esa relación nunca fácil del crítico con el artista. Ha sido una relación de cuarenta años y ha habido de todo, buenos y malos momentos, noches mágicas y otras para, como dicen en Villanueva del Ariscal, tirarlas a los cochinos. Menese no era un reloj, una de aquellas máquinas a las que les echabas una moneda y salían cantando. Era un cantaor vital, delicado, que necesitaba estar motivado, saber que quienes habían ido a escucharlo entenderían de cante y de arte. No era un cantaor de duquesitas que se impresionan con los gorgoritos, sino de cabales, de aficionados. Y esos son los que están llorando desde ayer, cuando se supo que había dejado de latir su gran corazón de cantaor y de hombre por derecho. Llorando por el dolor de su marcha y por lo que esta pérdida va a significar para el cante jondo, que parece que está siendo atacado por una fuerza desconocida, descomunal, seguramente de otro mundo. Se nos están muriendo artistas del cante verdaderamente fundamentales: Agujetas, Lebrijano, Menese... Y aún están frescas las heridas de Camarón, Chocolate, Manuel Mairena, Fernarda y Bernarda, La Paquera, Perrate, Curro de Utrera, Morente y El Torta.

Hijo de un zapatero remendón, como Paco el Gandul, Chacón y Juanito Mojama, Menese nació en La Puebla de Cazalla, un pueblo cantaor, la tierra de Lola la de Lucena, la Niña de la Puebla, Miguel Vargas y Manuel Gerena, entre otros. Vino al mundo en 1942, cuando aún iban a los pueblos aquellas compañías de la ópera flamenca que alegraban a una Andalucía enlutada y hambrienta, la de la posguerra. Era la época del Niño de Marchena, Manolo Caracol, la Niña de los Peines, Juan Valderrama, Canalejas de Puerto Real, Manuel Vallejo, Pepe Pinto y Juan Varea. El cante jondo había perdido protagonismo, en favor de un flamenco más suave y comercial, seguramente el que requerían los tiempos. Todavía se buscaban la vida en la Alameda de Hércules artistas del cante de la calidad de Tomás Pavón, el Niño Gloria, la Moreno o Fregenal. Algunos, como el Bizco Amate, en los tranvías y en los corrales de vecinos. Y otros metían la cabeza en los tablaos de Sevilla y Madrid para medio capear el temporal.

Cuando todo parecía indicar que jamás volverían los cantaores y las cantaoras con enjundia, de pellizco y alma, esos que a veces da el pueblo, surgieron nuevas voces como las de Chocolate, Fosforito, la Paquera de Jerez, Fernando Terremoto, Manuel Agujetas, Lebrijano, Morente y Camarón. Y para sorpresa de muchos y satisfacción de otros, salió de La Puebla de Cazalla José Menese Scott, un adolescente de familia humilde con una voz impresionante que parecía que venía de las fraguas de Triana y las cuevas del Castillo de Alcalá. Era la voz de Menese, una voz jonda y bien templada, de pueblo y cargada de esperanza. Se habla hasta la hartura de la revolución que supuso la llegada de Camarón de la Isla, que lo fue, pero quien de verdad revolucionó el cante jondo, el de verdad, fue José Menese. Cuando aparecieron sus primeros discos pequeños, en el inicio de los sesenta, con solo 21 años y en pleno reinado ya de Antonio Mairena, aficionados, artistas y muchos intelectuales del país y de fuera de nuestras fronteras celebraron la llegada del nuevo fenómeno, al que se le entendía todo sin florituras, por derecho y con la profundidad de un Juan Talega y la incipiente sapiencia de un Mairena.

No tardaría mucho el poeta Rafael Alberti en encumbrarlo desde su exilio romano, diciendo aquello de “Tan solo penando, sin saber que un día, una voz que vino de lejos me consolaría”. El portuense sabía ya que esa voz venía cargada de nuevas coplas flamencas, las de otro poeta rojo, el morisco Francisco Moreno Galván, que renovaban el coplero jondo a través de una voz única, de las más impresionantes de la historia del cante, como era la de José Menese. Que no era solo la nueva voz de los pueblos andaluces, sino un sonido que llenaba teatros y tablaos, que sonaba con fuerza en las emisoras de radio y que era elevada desde los periódicos y las revistas por escritores y periodistas sin miedo a poner en órbita al joven y bravo cantaor morisco para que el cante y su mensaje renacieran.

José Menese ha estado cantando sesenta años y apenas cambió la línea que eligió cuando comenzaba. Su concepto de la evolución artística no tenía nada que ver con modas y otras zarandajas, lo que le hizo mantenerse siempre firme y fiel a unos principios. Tuvo claro desde muy joven que nunca iba a ceder ante intereses comerciales que solo dieran dinero, aunque quienes sí cedieron acabaron sus días más pobres que las ratas, salvo conocidas excepciones. Menese no ha muerto rico, más bien todo lo contrario, pero se ha mantenido firme hasta el último suspiro. Sufría mucho viendo cómo iba el cante, según él, y a veces hacía declaraciones que molestaban a compañeros y a críticos. En ocasiones era un bocazas cabezón, tozudo hasta lo inaguantable y metiéndose en problemas que no le beneficiaban. Pero Menese era así, sin pelos en la lengua, claro cantando y sin cantar. Soltaba el latigazo y luego te llamaba a casa para pedirte perdón.

Recuerdo que una de las veces que cantó en la Universidad de Sevilla, cuando me vio entrar y sentarme en primera fila preguntó en voz alta que qué hacía un vallejista escuchando a Menese. Fue un momento desagradable. A los pocos días me llamó a casa para invitarme a almorzar y que limáramos asperezas, lo que hicimos en un conocido y lujoso restaurante de la Gran Plaza, en Sevilla. Estuvo muy amable y cariñoso durante todo el almuerzo, hasta que se le volvió a ir la pinza y me preguntó, algo ofuscado: «¿Dónde cojones vas tú con el chaconismo y el morentismo?». Ese era Menese, aunque miré muchas veces en su interior y tuve la suerte de descubrir al otro, al que lloraba cuando hablaba de su madre Remedios o contando cómo una soleá de Fernanda de Utrera le partía el alma. Nunca le dije que adoraba a los dos Meneses, aunque lo supo. Ni que su voz sería siempre un consuelo, viva o muerta.