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Actualizado: 19 oct 2016 / 17:11 h.
  • Construirse a sí mismo
    George de Cuevas preside su famoso baile en el Golf de Chiberta de Biarritz, en 1953. / El Correo
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    La bailarina de la Ópera de París, Zizi Jeanmarie, hace su entrada triunfal al «Baile de Cuevas». / Fotografía de Vagn Hansen
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    Serge Lifar como Zéfiro en el ballet «Flore et Zephire», de Didelot, 1925. / El Correo
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    Cartel publicitario de la compañía de Cuevas. / El Correo
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    El marqués de Cuevas retratado por Boutet de Monvel, 1938. / El Correo

Jorge Cuevas Bartholín, nació en Santiago de Chile en 1885, en el seno de una familia de la alta sociedad venida a menos, y se crío con sus hermanas -una de ellas fue música, y la otra sombrerera- en una sórdida escasez. En este ambiente de miseria, Cuevitas, como era conocido en su juventud, decidió que quería ser rico, y que lo habría de conseguir de la manera que fuese. Así que se aplicó a estudiar canto y guitarra, baile con el maestro Valero; leyó libros sobre historia del mueble, y se ejercitó -de la mejor manera que un joven en su situación podía hacerlo- en cuanto de innecesario cabía aprender entonces en Latinoamérica: el arte de la conversación, o como poner una mesa con esmero; aprendió de sombreros femeninos y de arreglos florales; gastó finalmente sus cortos ahorros en corbatas espléndidas, en camisas de seda con iníciales bordadas, y emprendió el largo camino hacia Europa. Hacia la fama y la fortuna.

En París, con sus artes de seductor, entró pronto en contacto con los círculos de la aristocracia. Dicen que medró ayudando a ciertas infantas de España a desprenderse de sus joyas dinásticas, y que sus tráficos incluían desde un prendedor que había estado en El Escorial, a unos botones de oro y diamantes que usó Carlos II El Hechizado.

El destino le situó definitivamente frente a Félix Yusúpov -el príncipe homicida- que le puso a cargo de la tienda de moda que acaba de abrir en París, a la que había dado nombre con la contracción silábica de su nombre y el de su esposa, Irina Romanova, «Irfé». Gracias a los contactos del noble ruso su estrella se elevó definitivamente en el firmamento de la celebridad, al casarse –aunque era un declarado homosexual- con Margaret Rockefeller Strong, nieta de John D. Rockefeller y heredera de la Standar Oil Company, una de las mayores corporaciones del planeta.

Se impregnó de un brillo de estrellas.

Autoproclamado marqués de Cuevas, porque así consideró que debía de ser, circularon toda clase de rumores sobre el título –en realidad el ignoto marquesado de Piedrablanca de Huana-. Unos dicen que había sido adquirido a una rancia familia aristocrática suramericana, y otros que exhumado por los heraldistas madrileños de la noche de los tiempos, aunque todo parece indicar un decreto de rehabilitación que Alfonso XIII nunca llegó a firmar, apremiado por el exilio. Los millones de su esposa le permitieron llevar una vida de lujo y extravagancia dedicada al ballet. Con el nombre de Nouveau Ballet de Monte-Carlo, dio un impulso a lo que quedaba de los «Ballets Rusos» de Diaghilev en 1946, y formó el Gran Ballet du Marquis de Cuevas en 1949. Participaron en su desarrollo las coreografías de Fokine, Massine, y Balachine, que aportaron a la historia de la danza el ballet surrealista Tristán Fou con decorados de Salvador Dalí, Constantia de William Dollar, y La Mujer Muda de Antonio Cobos. Fundó posteriormente, en el 58, el Internacional Ballet of the Marquis de Cuevas.

Las llegadas de Cuevas al Téâtre des Champs-Élysées en día de función asombraban por su desmesura. En una litera, sostenida por dos forzudos vestidos de blanco, el marqués aparecía ataviado de bonzo tibetano, o de príncipe oriental; con turbantes, o con una tiara episcopal diseñada por Dior, rodeado por una nube de sirvientes, media docena de perros pequineses, y su secretario argentino –Horacio Guerrico- que llevaba a todas partes varios objetos de los que el aristócrata no se desprendía nunca: un chal de ceremonia de seda bordada en oro, regalo del gran muftí de Jerusalén; el botiquín de viaje de Eugenia de Montijo; un bastón con mango de marfil, regalo de un emperador chino, y una biblia que había pertenecido a Enrique VIII.

Harto de esperar un reconocimiento que nunca llegaba, decidió imponerse a sí mismo la Gran Cruz de la Legión de Honor, la máxima condecoración de La República Francesa, para lo que organizó una cena en su residencia del Quai Voltaire, a la que invitó a su círculo de amigos más íntimos: La princesa Troubetzcoy, el bailarín Serge Lifar, Blanche de Polignac, la exquisita melómana; la vizcondesa Marie-Laure de Noailles, o la socialite rumana Marta Bibesco. En medio de la cena, servida en una vajilla de plata de la Compañía de las Indias, el marqués de Cuevas se levantó, revestido con el hábito de la orden de San Juan Crisóstomo de Antofagasta cosido por Balenciaga, y la princesa Fawzia de Egipto le impuso la Gran Cruz en diamantes -de Cartier- ante el estupor de los ministros de Justicia, del Interior, y de un Secretario de Estado, que abandonaron inmediatamente el banquete ofendidos por la pantomima.

Digno de una comedia de enredo fue el duelo al que retó a su amigo, el bailarín Serge Lifar, que le había acusado de plagiar una de sus coreografías, y a quien el marqués abofeteó en público con extrema violencia. La mañana del duelo los muelles del Sena estaban en estado de sitio, y la residencia del marqués de Cuevas protegida por la policía, mientras decenas de periodistas intentaban conseguir una información o una instantánea. Numerosas mujeres, algunas vestidas como viudas, se acercaban al edificio con ramos de flores. Entre tanto, el interior del apartamento hervía de actividad, el embajador de Chile en París intentaba convencer al falso aristócrata de lo absurdo del duelo; y su primo, el obispo chileno Julio de las Cuevas, rezaba en un rincón del salón. Tras una dramática despedida de sus bailarinas que lloraban conmocionadas, una cincuentena de automóviles y motocicletas se puso en marcha atravesando el Sena hacia el castillo de Avrimont donde se iba a celebrar el duelo. En un Mercedes color burdeos volaban los padrinos, el joven político Jean-Marie Le Pen, y el aristócrata español José Luis de Vilallonga, que acompañaban al marqués, al que seguía el gigantesco Chevrolet de Lifar, y el resto de la comitiva, médicos, enfermeros e informadores. La propietaria del castillo Lady Lamington-Hayes recibió a las estrellas del ballet con una brillante observación: this is too stupid to be true, y mandó servir té –China o Ceilán- para todos en la misma mesa.

El duelo terminó a primera sangre, con un rasguño que Cuevas le produjo a Lifar en el brazo, y los contendientes abrazados sollozando. La llegada a París fue –según De Vilallonga- una apoteosis: «Los viejos criados lloraban, los pequineses ladraban, la Bibesco recitaba a Racine, Jacqueline de Ribes preparaba dry-martinis, Guerrico rezaba arrodillado ante una virgen de su país, y Monseñor Julio Eizaguirre de Las Cuevas Piedrahita de Guana y Simonel bendecía a los combatientes perdonándoles por haber pecado. Las bailarinas rusas se entregaban a desenfrenadas czardas mientras Lifar bebía vodka, mezclado con gotas de su propia sangre».

George de Cuevas tuvo dos hijos, Elizabeth Strong Cuevas, y John de Cuevas. Murió en Cannes en 1961. Rico y famoso.