Jean Lorrain, el escritor francés, es puramente un simbolista. Un hombre exagerado, polémico, excesivo, aficionado a los paraísos artificiales, que terminarían por arrebatarle la vida. Fue amigo de Sarah Bernhard y de la cortesana Liane de Pougy, se midió en un duelo con Marcel Proust, adoró Venecia y habitó en la Costa Azul. Su ambiente natural era el París mundano de principios del siglo XX. Su obra más destacada es, quizás, «El señor de Phocas», publicada en 1910, en la que el protagonista es un hombre misterioso, maniático y vicioso. Como el resto de la obra de Lorrain, esa novela está penetrada por la presencia de lo exótico.
Lorrain traslada en «Narkiss» un mito inmortal al antiguo Egipto. Narciso, el joven enamorado de su propia imagen, será secuestrado de la realidad durante una arcana lucha de poderes entre los sacerdotes y el faraón, e instalado en un mundo paralelo, encerrado entre templos que se desvanecen en una vegetación exuberante que asfixia literalmente el cuento. Su propio destino le está esperando entre las aguas estancadas y sacrificiales. El joven posee una belleza extraordinaria que resultará su perdición. Tras la muerte del autor se imprimió una edición de Narkiss numerada y excepcional, de una calidad extraordinaria, tirada en papel de Japón, acompañada de dibujos de Guillonet, uno de los máximos representantes del Art Nouveau. Cada una de las páginas estaba compuesta como una estela funeraria. En la portada, la máscara mortuoria de «Narkiss», rodeada de flores de narciso y flanqueada por cobras, refulgía, repujada sobre cuero polícromo.