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Actualizado: 05 mar 2017 / 10:51 h.
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    Precisión con las texturas y búsqueda de la superficie idónea son recurrentes en la fotografía de Madoz. / Chema Madoz
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    La idea de la exposición viene bien delimitada y al fotógrafo madrileño no le ha hecho falta viajar a Oviedo o Gijón para conseguir una muestra estupenda. / Chema Madoz
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    La lectura de la obra de Chema Madoz no es simple. / Chema Madoz
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    La imagen cabecera de cartel nos llevan hasta cierto atavismo. / Chema Madoz
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    Hoja de árbol de madera que recuerda el trabajo publicitario de Madoz para Purificación García. / Chema Madoz

El mismo Chema Madoz reconoce la influencia del pintor vanguardista, nacido en la provincia de Soria y que utiliza el seudónimo Dis Berlin, para concebir y ejecutar con la precisión y la poética a que nos tiene acostumbrados su última exposición y libro; que de algún modo también es un encargo sobre Asturias realizado por la Fundación Masaveu Peterson, y en el que ya han colaborado en anteriores ediciones fotógrafos de la talla de Alberto García Alix, José Manuel Ballester, Ouka Leele y Joan Fontcuberta; todos ellos Premios Nacionales de Fotografía, galardón que Madoz obtuvo en el año 2000.

Si en anteriores trabajos de este fotógrafo se partía, a grandes rasgos, de la labor con la idea a partir siempre de objetos que terminaban por dar a sus imágenes una doble o triple lectura; en esta ocasión, y dada la naturaleza de encargo del proyecto, la idea viene bien delimitada y al fotógrafo madrileño no le ha hecho falta viajar a Oviedo o Gijón o descender el Sella, para darse cuenta de lo que para un foráneo significa esta región española.

Hemos utilizado la referencia de Dis Berlin no sólo porque él mismo lo ha hecho en alguna entrevista concedida en algún medio, sino porque a medida que cumple años, reconoce desde una actitud francamente humilde, que cada vez necesita menos objetos para concebir grandes fotografías.

También, en alguna otra entrevista, confiesa cierta admiración o gusto por Helena Almeida, una artista portuguesa gracias a cuyas imágenes conseguimos, debido a la distorsión de los códigos frecuentes con los que miramos, herencia que si bien es algo más críptica que la de Madoz, no le es, en este caso más que en otros, tan ajena, la construcción de un universo único y personal.

Comisariada por Borja Casani, la exposición comienza con un vídeo en el que en el escenario abierto de un teatro, vemos y oímos como cae una cascada de agua que va de la parte superior de las cortinas hasta donde actuarían los hipotéticos actores. Este completo juego de imagen y sonido sirve para meternos de lleno en un camino elegante y tranquilo, pero a veces no exento de cierta dificultad interpretativa.

La maqueta en relieve de los Picos de Europa nos sirve de mapa inicial; después vemos cómo de una manzana crece un árbol o cómo supuestos interruptores de la luz como fichas de dominó, que en realidad irían pegadas en el juego, distorsionan todo lo tradicionalmente conocido como arte conceptual. La caracola atravesada con una aguja de coser y un hilo de hierro enhebrado, o la estrella de mar que consigue abrirse a sí misma gracias a unas cremalleras, resultan de lectura más convencional. El principio del viaje tal vez sea una herradura con posibles ventanillas de tren pegadas en la parte imantada y de un mismo modo, la parte blanca de una manzana sirve para mostrarnos el trozo intermedio de una partitura.

La foto del hacha clavada mínimamente sobre un trozo de madera no sólo nos recuerda el film de Medem, «Vacas», sino que resulta en su precisión con las texturas y la búsqueda de la superficie idónea (algo que lleva en muchos casos más tiempo que el propio bocetado de la imagen que, por otro lado, el artista siempre hace) mucho más que lograda. También son interesantes la del helado con cono en primer plano y bola en segundo, el tronco cercado por seis clavos de hierro redondeados, el par de zapatillas cuya parte interior simulan cuatro carriles de autopista o travesía de doble dirección; el zapato de madera encajada sobre una barca del mismo material o la parte trasera de ballena o tiburón introduciéndose imaginariamente en la madera veteada del mar; o ese elepé o disco de vinilo que brilla como exactamente debiera hacerlo a raíz de un faro central.

Utiliza Madoz siempre el ingenio desde un sentido del humor abierto y así los marcos de cuadros señalados en la arena resultan tan sugerentes como invisibles. La hoja de árbol de madera recuerda su trabajo publicitario para Purificación García y los cuatro pajarillos de marfil que cohabitan en una rama de corcho parecen esculpidos ad hoc.

La imagen cabecera de cartel de los cuernos de antílope sobre cabeza prehistórica a través de los que se apoyan dos brillantes hachas nos llevan hasta cierto atavismo y de nuevo es irónico utilizando un hilo blanco sobre piedra negra (como si de algo contrario al chapapote gallego se tratara). Rocas en forma de cubos de madera que tapan la primera línea de mar también nos dan una idea del Norte de España más amplia. Y lo mismo opera con la idea de invierno con esas botas de cuero que se vuelven a vestir con zapatillas de estar por casa.

También son reseñables esa peculiar casa de pájaro carpintero, el tronco de árbol en cuyo interior hay una superficie metálica parecida al acero, la cinta negra que prohibe el paso a un cine y que esta vez es translúcida y muestra unos negativos de película o los tres tapetes de ganchillo, colocados sobre una mesa de granito, que sirve para sugerir cierta textura pedregosa de playa negra.