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Actualizado: 21 jun 2016 / 16:49 h.
  • Iconografía de la sinrazón
    La ciudad alemana de Dresde tras los bombardeos de febrero de 1945. / Fotografía de Richard Peter.
  • Iconografía de la sinrazón
    Salón asirio. Museo del Louvre. Década de 1910. / William Henry Goodyear Archival Collection.

Resulta difícil encontrar explicaciones a todas las expresiones de violencia. Cualquier esbozo de razonamiento suele verse entorpecido por toda una serie de sensaciones que nos dificultan intentar desentrañar la información ante la que estamos. Se ha escrito mucho acerca de este triste episodio y los vídeos que muestran las obras -sean todas originales o no, como se ha deslizado en algunos medios- siendo destruidas han volado por las redes sociales.

No puedo evitar preguntarme por qué somos más sensibles ante estos hechos que ante la continua vejación de derechos humanos existentes en los diversos conflictos armados que asolan el planeta. No sé con exactitud si se debe a que estamos insensibilizados por el constante goteo de tragedias humanas que vemos con indolencia día sí día también o si, por el contrario, se debe a que nos resulta más fácil poder digerir un vídeo de este tipo e indignarnos.

Desgraciadamente, atentar contra el patrimonio cultural está ligado a la civilización, al igual que la violencia, el odio y el hecho de tener unas creencias, ya sean religiosas, económicas o raciales, que nos empujan a justificar lo sensatamente injustificable. Sucesos como los del museo de Mosul se llevan repitiendo desde los inicios de la sociedad y tampoco hay que remontarse mucho para recordar algunos similares como la voladura de los budas de Bāmiyān, en Afganistán, o la destrucción del puente de Mostar durante la guerra de la antigua Yugoslavia. La demolición de los símbolos ha sido una práctica habitual que, a modo de provocación o demostración de fuerza, ha tenido por objeto intentar borrar la herencia cultural de diferentes pueblos por parte de quienes se creen elegidos para ello.

La protección de los seres humanos es, y debería ser, la principal preocupación en caso de contienda, pero también deberíamos tener en cuenta la importancia de la memoria como elemento sobre el que descansa la identidad de las sociedades; y ahí el patrimonio, tanto material como inmaterial, juega un importante peso específico. Existen acuerdos como la Convención para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado de 1956, surgida a través de episodios de la II Guerra Mundial como el intento de destrucción de la cultura polaca por parte de los nazis o los más que discutibles bombardeos de Dresde por la aviación aliada.

Volviendo sobre lo anterior: Si una guerra se caracteriza por la ausencia de algún tipo de valoración hacia los derechos humanos ¿Cómo podemos esperar que se respete el patrimonio? Asociaciones como Heritage for Peace han venido denunciando el tráfico ilegal de obras como una de las fuentes principales de financiación de los diferentes grupos que operan en Oriente Medio. El pasado mes de febrero se aprobó la Resolución 2199 del Consejo de Seguridad de la ONU -destinada a cortar entre otros aspectos la financiación por la venta de petróleo y el tráfico de piezas del patrimonio cultural- lo que podría leerse como una llamada la atención sobre este saqueo. Estos elementos habrían derivado en la «demostración» viral llevada a cabo en Iraq hace unos días. Si no existía la posibilidad de obtener un precio por esas obras, no iba a suponer ningún impedimento destruirlas, puesto que no tenían valor.

Otro debate ha salido a palestra a tenor de lo sucedido. No es otro que la legitimidad existente en que muchas piezas procedentes de Oriente Medio y otros lugares se encuentren atesoradas por museos occidentales. Evidentemente ahora pocos dudaríamos de la función de salvaguarda de estos contenedores, pero no puedo más que acordarme que la situación en muchos de esos países es, en gran medida responsabilidad de estos estados adalides de la cultura donde se encuentran situados estas instituciones. Totalmente insuficiente ha sido el apoyo prestado a que las antiguas cunas de la civilización prosperen más allá de oligarquías tremendamente desiguales.

Por todo esto, solo puedo sentir desazón al ver como la historia se repite una vez más. Resulta complicado condensar todo lo que un tema como este puede suscitar, pero no puedo más que sentirme identificado en las palabras que el otro día escuché decir a Jorge Barriuso, en las cuales venía a expresar como se cercena la libertad y el futuro de una sociedad atentando contras sus individuos y, a la misma vez, se intenta borrar su pasado cuando se destruye su patrimonio, dejando a los supervivientes huérfanos de su identidad, de su acervo. Sin memoria.