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Actualizado: 02 may 2020 / 10:30 h.
  • ‘La Feria de Sevilla’. Joaquín Dominguez Bécquer, (1867). / Colección Thyssen-Bornemisza
    ‘La Feria de Sevilla’. Joaquín Dominguez Bécquer, (1867). / Colección Thyssen-Bornemisza

Los antecedentes de la Feria de Abril hay que buscarlos en la creación de una feria semanal en tiempos de Fernando III el Santo, tras la conquista de Sevilla en 1248. Dado el éxito de este mercado, en 1292, Alfonso X el Sabio, hijo del anterior monarca, concede otras dos ferias más a la ciudad. Una de ellas sería la dedicada a San Miguel, que tenía lugar tras el verano, en el mes de septiembre. No obstante, la Feria de Abril que hoy conocemos nace como tal en 1847, por la iniciativa del teniente de alcalde don José María Ybarra y el concejal don Narciso Bonaplata, quienes pretendían recuperar los eventos medievales de Alfonso X. Tras varios trámites administrativos, que no fueron fáciles, al colisionar con una feria referente como la de Mairena del Alcor, finalmente se inauguró el 18 de abril de 1847. En cuanto a Gustavo Adolfo Bécquer, por aquel tiempo contaba once años y acababa de quedarse completamente huérfano. Su padre, José Domínguez Bécquer, pintor de paisajes con gran éxito entre los viajeros ingleses, franceses y alemanes, había fallecido en 1841, mientras que su madre había perdido la vida dos meses antes del arranque de la primera feria en el Prado de San Sebastián, en febrero de 1847. De ahí que el futuro escritor se trasladase junto a su hermano Valeriano al número 37 de la Alameda de Hércules, donde viviría con su tía materna María Bastida y Vargas. De esta época son los dibujos y algunos autógrafos que Gustavo hizo en el viejo libro de cuentas de su padre, y que reflejan su buen trazo y talento para el dibujo. Cuenta el poeta que, cuando apagaban las velas, las noches de luna, él y Valeriano dibujaban iluminados por ella.

La Feria que conoció Bécquer
Azulejo sobre el artículo becqueriano en los Jardines de Murillo. / El Correo

¿Cómo fue la primera Feria de Abril?

Aquella primera Feria de 1847 surgió como un sencillo mercado de compraventa de ganado, y apenas contó con diecinueve casetas o ligeros entramados cubiertos de lonas, donde, además de protegerse del sol, tanto vendedores como clientes refrescaban sus gaznates con vino de Valdepeñas y aguardiente de Cazalla. En los años posteriores, la bebida estrella sería la manzanilla, pues, al no existir la refrigeración y conservarse a una temperatura adecuada en la barrica, resultaba un caldo idóneo para la primavera. Esta se servía en catavino, y resultaba muy agradable por su aroma y sabor. Para el ganado se habilitaron zonas de pasto tanto en Tablada como en el Prado, y se instalaron dos inmensos abrevaderos frente al foso de la Fábrica de Tabacos y en el barrio de San Bernardo. Como curiosidad, en torno al negocio ganadero se organizaron concursos, con premios muy suculentos para el mejor ganado y los mejores jinetes, llegando a exponerse en la Real Maestranza. El coso también acogería una única corrida, concretamente seis toros bravos de don Luis Taviel de Andrade, siendo lidiados por Juan Lucas Blanco, de Sevilla y Manuel Díaz «el Lavi», de Cádiz. Un cartel que no gustó en demasía a los aficionados, ya que por entonces triunfaban espadas del nivel de Paquiro, Pepete o Cúchares.

En cuanto a la oferta de ocio para las familias, desde la Puerta de San Fernando hasta la Puerta de la Carne —no olvidemos que por aquellos tiempos la ciudad aún conservaba sus murallas— se dispusieron dos hileras de puestos, entre los que los sevillanos pudieron adquirir juguetes, instrumentos, turrones y frutos secos; mientras que en la zona de San Bernardo no faltaron las tiendas de buñuelos, los bodegones y las tabernas. Dada la novedad y lo atractivo de la oferta, muchos nobles optaron por visitar el lugar en sus carrozas y coches de caballos, moviéndose unas cifras importantes para tratarse de un evento inaugural. En suma, por las crónicas sabemos que el invento funcionó bastante bien en cuanto a público y negocio; tanto que, en la siguiente convocatoria (1848), los comerciantes de ganado se dirigieron al Ayuntamiento para solicitarle una mayor presencia de agentes de la autoridad, ya que «los sevillanos y sevillanas, con sus cantes y bailes, dificultaban la realización de los tratos».

La Feria que conoció Bécquer
Gustavo Adolfo Bécquer. Fotografía de M. Castellano. / Archivo de Rafael Montesinos

Una feria en plena Semana Santa

La segunda Feria de Abril de la historia, aquella en la que Bécquer tenía doce años, se celebró en plena Semana Santa. Concretamente tuvo lugar entre el Lunes y el Miércoles Santo. Esta coincidencia ocurriría otros años, pero en ningún momento significó un problema para las hermandades de penitencia, ya que por aquel entonces únicamente salían procesiones el Domingo de Ramos y el Jueves y Viernes Santo. No hemos de obviar que, por aquellos tiempos, la Semana Santa se encontraba en una situación muy delicada, ya que la invasión napoleónica, por un lado, y la Desamortización de Mendizábal, por otro, habían supuesto un azote importante para la Iglesia y las cofradías. Ese año, además, sería el primero de los duques de Montpensier en Sevilla, quienes, por cierto, se instalaron en la antigua Escuela de Mareantes, donde el joven Bécquer estudiaba para marino. Y es que el 7 de julio de 1847 fue suprimido el colegio por Real Orden de Isabel II, hermana de la duquesa María Luisa, pasando a convertirse en el lujoso Palacio de San Telmo.

En casa de su madrina, Manuela Monnehay Moreno, que era hija de un perfumista francés y poseía una joyería en el centro de Sevilla, Gustavo Adolfo realizó numerosas lecturas de novelas clásicas, coqueteó con otros idiomas y se inició en la escritura de poemas. Al estar recién casada y no tener hijos, Manuela le compraba ropa, lo llevaba al teatro y lo introducía en los mejores círculos. Quién sabe si el futuro escritor iría con dicha dama a la Feria... Lo que sí sabemos es que en 1850, el éxito de la fiesta era tal que obligó a las autoridades a aumentar las zonas de pasto para el ganado y se expidieron ciento cincuenta licencias para puestos de venta. Y eran tales las ansias de la gente por disfrutar del evento, que los tratantes de ganado comenzaron a quejarse de las muchas interferencias a la hora de realizar sus transacciones comerciales. Por esas fechas, Bécquer ya había publicado sus primeros poemas en revistas sevillanas, y tomaba lecciones, junto a su hermano Valeriano, en el taller de pintura de Antonio Cabral Bejarano, que se encontraba en el Museo Provincial de Bellas Artes.

En los años siguientes, tanto la Feria de Abril como nuestro ilustre personaje irían creciendo en todos los sentidos. Ya en 1852, el año de la inauguración del Puente de Triana —evento al que Gustavo acudió siendo un adolescente—, el nuevo destino de los hermanos era el taller de pintura de Joaquín Domínguez Bécquer, un primo de su padre que llegó a ser, además de un excelente retratista, pintor de cámara de la familia real. Dicho espacio se encontraba en los salones altos del Real Alcázar. De esa época sabemos, gracias a un diario juvenil descubierto por Santiago Montoto en las primeras décadas del siglo XX, que el futuro escritor bebía los vientos por una jovencita de la calle Santa Clara, que pudo ser su primer amor. El catedrático de Filología Rogelio Reyes la relaciona con la protagonista del poema Elvira, así como con el texto Oda a la señorita Lenona en su partida, ambos gestados en esa etapa. Poco después, y dado su influjo en la ciudad, la Feria de Abril contó con su primera carpa particular, la de los duques de Montpensier, en la que se realizaban rifas benéficas para el asilo de mendicidad de San Fernando. Seguramente contaría con grandes guitarristas y cantaores de flamenco, que embelesaban a Gustavo desde sus primeros años —en el entorno de la Alameda, donde vivía, se ubicaban algunos de los mejores cafés cantantes y tabernas de cante de Sevilla—. Pero, además de esto, los hermanos Bécquer pronto se familiarizaron con el mundo de la ópera, que gozaba de gran prestigio en la urbe y en cuyo repertorio predominaban los italianos Donizetti, Verdi, Bellini y Rossini.

Antes de marchar a Madrid, con dieciocho años recién cumplidos, el autor de El rayo de luna y Maese Pérez el organista volcaría su pasión en Julia Cabrera, a la que Rafael Montesinos considera su primera novia oficial, y que por entonces residía en el edificio de la calle Velázquez que hoy acoge la Casa del Libro. Nos podemos imaginar a ambos paseando por las calles del Real y admirando la Caseta Municipal, que se inauguró en 1854 para atender a diversas personalidades.

Bécquer redescubre la fiesta

El siguiente contacto de Bécquer con la fiesta hispalense tendría lugar más de una década después, y quedaría reflejado en el artículo La Feria de Sevilla, publicado en El Museo Universal en 1869, justo un año antes de fallecer. Por entonces, el autor se hallaba en uno de los momentos más tristes y delicados de su vida. Había perdido su trabajo como censor tras la Revolución «Gloriosa» de 1868 —por culpa de esta, su manuscrito de las Rimas había sido pasto de las llamas—, acababa de divorciarse de Casta Esteban, y se veía obligado a pedir dinero prestado a sus amigos. Por su parte, el evento abrileño había cambiado muchísimo, comenzando por su tamaño. Y es que, tras canalizar parte del arroyo Tagarete, se había creado una separación entre los tratantes de ganado y la zona más festiva hacia la Enramadilla; se había unificado la estética de los locales de comida y bebida; y se habían dispuesto en línea 237 puestos de venta, desde el puente del Tagarete hasta la Enramadilla. Asimismo, durante esa década de los sesenta del siglo XIX, el Real había visto surgir casetas fundamentales de la historia de la Feria, como las del Círculo Mercantil e Industrial y la del Labradores, y acogía nada menos que al Circo Price.

Un impulso definitivo al cambio en los usos y formas, que Bécquer advertiría en sus últimos viajes a Sevilla, lo supuso la visita en 1863 de la emperatriz de Francia, la granadina Eugenia de Montijo, quien había accedido al trono tras desposarse con Napoleón III. En su texto de 1869, el escritor y periodista refiere cómo hasta los caleseros había mutado el vestido, y ahora aparecían «con un sombrero de copa lleno de apabullos, una levita rancia y un corbatín de suela, en el pescante de un simón». Por su parte, muchas sevillanas de alcurnia habían dejado de lado los mantones y los trajes de gitana por «el miriñaque», mientras que los hombres se cubrían la cabeza con el sombrero «hongo», el cual desfiguraba «el traje de la gente del pueblo». También repara el autor de Cartas desde mi celda en los múltiples contrastes de esta evolucionada fiesta, pues junto a las tiendas donde «se sirve la manzanilla en cañas y se fríen buñuelos» se levanta «el lujoso café-restaurant donde se encuentran paté de foie-gras, trufas, dulces y helados exquisitos». Es necesario señalar que, cinco años antes, la feria del Prado ya contaba con fuegos artificiales, y poco después se había iluminado todo el recinto con gas. No obstante, aquel producto «como adulterado», que refiere el poeta, también cuenta con aspectos positivos, como su «olor de flores y de tierra húmeda que embriaga», la «multitud alegre y ruidosa ávida de placeres y emociones» que la puebla, o la «riqueza tal de luz, de color y de líneas, acompañada de un movimiento y un ruido tan grandes, que fascina y aturde». Hoy, un azulejo en los Jardines de Murillo recuerda la redacción de este riquísimo texto, fundamental para entender una de las celebraciones más importantes de la ciudad y del sur de Europa.