Podría haberlo escrito José Luis Comellas, Braulio Vázquez o Tomás Mazón, algunos de los mejores expertos en la Primera Vuelta al Mundo; e incluso Ignasi Serrahima, Calvo Poyato o Álber Vázquez, tres novelistas que han sabido plasmar la gesta de manera sobresaliente. Sin embargo, La Odisea de Magallanes y Elcano, que posee la sustancia de la tragedia griega aunque con las trazas de una epopeya, tenía que salir de las manos de ocho dramaturgos andaluces. Ocho voces que, como las de los dieciocho hombres que completaron la circunnavegación de la Tierra, pudieran glosar la hazaña más grande jamás contada al modo de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Y es que el género dramático posee una fuerza, una cercanía y una viveza que ni el propio Homero sería capaz de emular. De este modo, merced a la pasión, la poesía y sobre todo al oficio de Javier Berger, José Luis de Blas, Borja de Diego, Paco Gámez, Ana Graciani, Carmen Pombero, Antonio Rojano y Alfonso Zurro, Teatro Clásico de Sevilla ha sido capaz de levantar uno de los proyectos más hermosos y monumentales de los que se recuerdan en la escena andaluza.
La Odisea de Magallanes y Elcano está producida por Juan Motilla y Noelia Díez, «padres» de Teatro Clásico de Sevilla, pero en su elaboración han participado tantas personas que sería imposible enumerarlas. Baste decir que, al igual que la Armada de la Especiería zarpó de Sevilla el 10 de agosto de 1519 con la bendición de cientos de almas, esta aventura es fruto de un gran esfuerzo colectivo a nivel artístico y técnico, el cual ya es visible desde su cartel, un llamativo «jeroglífico» de Ángel Pantoja. Los grandes espectáculos se construyen desde los cimientos, y este los posee tan sólidos que, por más que azoten los vientos, es difícil verlo tambalearse.
Si en lugar de haberse estrenado en 2021 lo hubiese hecho entre 1988 y 2013, probablemente La Odisea de Magallanes y Elcano habría sido producida por el CAT, aquella institución de la Junta de Andalucía que reunió a lo más granado de nuestras artes escénicas durante un cuarto de siglo. Sin embargo, por mil razones que no vienen al caso, hoy el Centro Andaluz de Teatro reside en un limbo del que es difícil rescatarlo, de ahí que una compañía privada llamada Teatro Clásico de Sevilla haya recogido el testigo de lo que debía haber sido y no fue. Una labor tan ardua como necesaria que ha permitido llevar a las tablas a autores como Lope, Calderón, Shakespeare, Zorrilla o Valle-Inclán —flor y nata de la literatura dramática— y que ahora se atreve con un monstruo de ocho cabezas al que pocos, muy pocos, le hincarían el diente. Eso se llama valentía y merece el reconocimiento.
Una producción alumbrada desde el sacrificio
¿Y qué ofrece este espectáculo reconocido con el sello de calidad del V Centenario de la Primera Vuelta al Mundo y estrenado por todo lo alto en el Teatro Lope de Vega de Sevilla? Pues para empezar un viaje sensorial y extraordinariamente humano al corazón de la gesta. Una historia que los españoles deberíamos conocer de memoria y que ha permanecido oculta, ignorada y maldita durante demasiado tiempo. Ahora es el momento de desempolvarla, y no cabe duda de que este montaje contribuirá a ello. Narrada de manera vívida a dieciséis manos, y con un reparto que repite el número ocho a modo de cábala, La Odisea de Magallanes y Elcano contiene todos los ingredientes necesarios para atrapar al espectador, independientemente de su edad, conocimiento de la historia o gustos. Para empezar es un espectáculo épico aunque construido con materiales sencillos, lo cual evoca la propia gesta del quinientos. Músculo, sudor y palabra son sus pilares fundamentales, a los que se suman el imprescindible envoltorio, en este caso en forma de vestuario, maquillaje y peluquería notables, escenografía inteligente, y luminotecnia, sonido y videoproyecciones fundamentales para crear la magia. Nada parece fallar en una producción alumbrada desde el sacrificio, y cuyo arranque ya es en sí una declaración de intenciones. Utilizando la clásica figura del narrador, Alfonso Zurro reconstruye los tres años y catorce días que duró el viaje que aún asombra al mundo a partir de ocho cuadros que, sobre el papel, resultan tan variados como independientes. No obstante, dada su enorme capacidad como dramaturgo y hombre de teatro, lo que a priori podría resultar una quimera comienza a tomar forma en los primeros minutos. De este modo el espectador asiste a la presentación del proyecto de Magallanes a un rey Carlos cuya voz en off es recreada por Gregor Acuña, a los preparativos del viaje y la partida desde el muelle de las Muelas de Sevilla, y a los primeros vaivenes en las cinco naos (Trinidad, San Antonio, Concepción, Santiago y Victoria). Luego, de manera fulgurante aunque ingeniosa, se narra la escala en las Islas Canarias, los días de travesía atlántica siguiendo un derrotero insólito y la feliz arribada a las costas de Brasil. Hasta ese momento, la obra discurre por los cauces tradicionales, únicamente salpicados por ciertos anacronismos que aligeran la trama y despiertan las sonrisas; algo que cambia radicalmente al narrar los hechos acontecidos en la bahía de San Julián, la pérdida de la Santiago o la desafección de la San Antonio. A partir de aquí, La Odisea de Magallanes y Elcano comienza a mutar en un espectáculo distinto, pleno de significante y significado, en el que lo físico va de la mano de lo onírico, y donde cada discurso individual —ocho autores, ocho visiones— se extiende sobre las tablas del escenario como un prodigioso patchwork. Si genial es el descubrimiento del Pacífico y las múltiples bajas causadas por el hambre, la enfermedad y el tedio, aún lo son más la llegada a la Isla de los Ladrones, el recibimiento del rey Humabón o la batalla de Mactán. Escenas recreadas con una plasticidad apabullante que nos traen a la memoria la pintura de Delacroix, Zuloaga, Salaverría o Ferrer Dalmau, y que logran deslumbrar al público por su verismo. En todo este periplo asistimos a un despliegue absoluto de recursos entre los que sobresalen el uso del corifeo, la máscara contemporánea o las estructuras cíclicas, sobresaliendo el trabajo de dicción en tantas lenguas como iban a bordo de los barcos —francés, italiano, inglés, portugués, euskera, gallego...—, algo que no solo remarca el carácter global del proyecto sino que ayuda a que el espectador comprenda su increíble alcance.