No, nadie se dormirá durante las representaciones de Turandot, porque la interpretación de la Orquesta Sinfónica de la Comunidad de Madrid, titular del Teatro Real, dirigida por Nicola Luisotti, así como el coro, están soberbios, con una ejecución matizada, fluida, precisa, que utiliza la sala como caja de resonancia y mantiene el espíritu de la función muy arriba, a pesar de ciertos desatinos de la dirección escénica. Por eso reciben el aplauso más destacado cada noche.
Porque los cantantes están correctos, que es mucho menos de lo que deberíamos decir para una ópera emblemática como ésta, sobre todo en el caso de la soprano, Irene Theorin. Y entonces recordamos que Nina Stemme canceló su participación justo antes de comenzar los ensayos por enfermedad, porque la vimos interpretando esta ópera en el Metropolitan de Nueva York y no la olvidaremos nunca. Aquí solo Yolanda Auyanet destaca discretamente en el papel de Liu.
Robert Wilson es un especialista en la iluminación, así que no podemos decir que no consiga crear con la luz unos espacios de gran belleza plástica, misteriosos, depurados, aunque no salimos muy convencidos de que eso sea lo más adecuado para componer esa atmósfera turbia, lujosa y solemne que Turandot suscita.
Las dos líneas de luz blanca, que separan en teatro en tres planos, fuerzan durante toda la función los ojos del sufrido espectador, que no les encuentra el sentido. A un lado quedamos el público y la orquesta, en el medio están el coro y los actores, sobre el escenario; mientras que al fondo vemos una pantalla donde se realizan proyecciones y se simulan ortos lunares.
Una pantalla de la que parece que han salido los actores para enfrentarse con nosotros, como si esto fuera La rosa púrpura de El Cairo –o un montaje de La Cubana-.
Es que la dirección ha impedido la interacción entre los personajes, algo que es básico para aprehender el sentido profundo de Turandot, porque esa princesa fría no se enfrenta con su audiencia, no está enamorado de ninguna persona de la sala el príncipe Calaf, ni suspira por un músico de la orquesta la pobre Liu. Nosotros somos parte en la corte de esa ciudad inaccesible y prohibida, pero siempre los esclavos, que deberíamos atender anonadados lo que ocurre en el interior de ese círculo áulico -entre esas potencias- para ejemplo y escarmiento.
Pero siempre desde detrás de la cuarta pared. Fuera de las murallas de Pekín.
Al traernos aquí, el director provoca una confusión entre los destinatarios de los sentimientos que flotan en el aire: esperanza, deseo y soledad.