Para Alfonso Ordóñez Araujo, torero
Era el tercer hijo del Niño de la Palma. Su padre había rozado las estrellas en los años de la Edad de Plata, lanzado de forma fulgurante a lomos de aquel titular dictado por Gregorio Corrochano que lo situó en la cima. ‘Es de Ronda y se llama Cayetano’ escribió en ABC el santón de la crítica de aquel tiempo poniendo en la primera fila a un aspirante cargado de virtudes, hijo de zapatero, que se presentaba como novillero en Madrid y ya había revolucionado el cotarro en Sevilla. Aquel mismo año llegaría el doctorado: de mano de Juan Belmonte y en la plaza de la Maestranza en una tarde de Corpus. Cayetano no tardaría en alimentar la inspiración de otros escritores que, como Alberti, dejaron para la posteridad joyas poéticas como las ‘Chuflillas del Niño de la Palma’ dentro de su obra ‘El alba del alhelí’: “Ángeles con cascabeles/ arman la marimorena,/ plumas nevando en la arena/ y rubí en los redondeles...”
Hablamos de unos años irrepetibles en los que el toreo navegaba con desacomplejada camaradería y maridaje con el resto de las artes, metido en la yema de la riquísima cultura popular española de la preguerra. No es de extrañar que Cayetano trabara amistad con Ernest Hemingway. El premio Nobel norteamericano había aterrizado en España en julio de 1923 después de participar como conductor de ambulancias en la I Guerra Mundial. El encuentro con el país que tanto amó se produjo en plenas fiestas de San Fermín. Y llegó el flechazo. Aquel viaje iniciático se vería reflejado en su libro ‘Fiesta’. No dejaba de ser un retrato fiel del periplo pamplonica del periodista veinteañero y su breve tropa pero también la radiografía de aquella “generación perdida” de entreguerras que encarnaron otros autores como Dos Passos, Scott Fitzgerald y el propio Hemingway. Las visitas a España y su reencuentro con los sanfermines se prodigaron a través de aquella década de esplendores pero hay que subrayar un encuentro crucial: la compleja amistad iniciada con el Niño de la Palma que se vería retratado literariamente en ‘Muerte en la tarde’ con el nombre de Pedro Romero.
El largo introito es válido para entender el apasionante caldo cultural en el que se mueve el Niño de la Palma, protagonista de un ascenso tan intenso y meteórico como breve en su desarrollo que dejó una estela demasiado fugaz. Cayetano Ordóñez se retiró precipitadamente en 1928 y reapareció poco después. Ya nada sería igual...
Cinco hermanos toreros...
Pasó la guerra y con ella cambiaron muchas cosas. También en el toreo. El Niño de la Palma, que llegó a vestirse de plata para levantar a su extensa prole, había visto reverdecer sus propias ilusiones en su hijo Cayetano, que también se anunció como Niño de la Palma. Tomó la alternativa en Ronda en 1946. También lo intentó el segundo, que escogió el nombre de Juan de la Palma para anunciarse en los carteles. No tardaría en convertirse en un buen banderillero aunque su vida –que adquirió notoriedad por su matrimonio con Paquita Rico- tuvo un trágico final que estremeció a toda la profesión y dejó una herida mal curada en la familia. Y toreros también fueron Pepe –matador de alternativa- y Alfonso, futura figura grande del escalafón de plata y actual patriarca del apellido.
Pero sería el tercero, Antonio, el definitivo vengador de la estrella eclipsada de su padre. Fue el único de la saga nacido en Ronda (1932) y como el resto de aquella tropa itinerante, sólo podía ser torero. En 1948 ya había debutado en Haro y al año siguiente el sagaz crítico César Jalón, el célebre Clarito, ya lo había definido como “el vástago más preclaro del Niño de la Palma, llamado a un preeminente destino en los fastos del arte”. No se equivocaba el farragoso verbo del influyente cronista riojano. A Ordóñez no tardaron en querer emparejarlo con Manolo Vázquez, que había revolucionado el cotarro a raíz de una triunfal novillada en Las Ventas pero los aficionados, buscando el toreo sevillano del futuro diestro de San Bernardo, acabaron encontrándose con el precoz clasicismo de Ordóñez en las novilladas organizadas en Madrid en la feria de San Isidro de 1951. Ronda se había impuesto a Sevilla...
La alternativa
Sin solución de continuidad se iba a organizar su alternativa –ahora se cumplen 70 años- para la corrida del Montepío de la Policía que se iba a celebrar en la plaza de Las Ventas el 28 de junio de 1951. El jovencísimo Antonio Ordóñez iba a hacer el paseíllo en medio de la pareja del momento: Julio Aparicio, que le cedió primero de los ‘galaches’ que se habían encerrado para la ocasión, y Litri. Eran un padrino y un testigo de insultante juventud que, a su vez, habían tomado la alternativa juntos, sólo unos meses antes, y después de haber cumplido una apoteósica trayectoria novilleril en la que superaron en interés a la mayoría de los matadores del momento.
La crónica publicada en la revista El Ruedo del 5 de julio de 1951, firmada por ‘Emecé’, volvía a hacerse eco del triunfo de Ordóñez en la primera novillada de San Isidro argumentando que “sin duda le animó a no demorar su ingreso en el escalafón de matadores de toros”. En la misma reseña había referencias a su padre, el Niño de la Palma, recordando otra profecía de Gregorio Corrochano que, después de verlo en plenitud en una novillada en Sevilla, había sentenciado: “la Fiesta será lo que tú quieras que sea”. La frase quedó en suspenso con Cayetano pero, de una forma y otra, sería válida para su hijo Antonio que en el momento de su doctorado no podía atisbar que se convertiría en torero de toreros y referente de clasicismo.
Hay que volver a las circunstancias de aquella tarde remota, en la que el neófito no tuvo suerte con el lote sorteado. La crónica de El Ruedo señala que Ordóñez reservó su artillería –sería una constante en su carrera- para el sexto. “Ordóñez tiró del toro con maestría y con ahínco, aguantando impávido alguna que otra tarascada” explicaba la reseña señalando que si hubiera acertado con la espada habrían cambiado las tornas radicalmente.
Fue una buena tarde para Aparicio, que cortó una oreja del segundo, pero sobre todo para El Litri, que formó una auténtica tremolina en la que “volvió a estremecer a los espectadores con sus arranques y sus alardes de valor extraordinario”. El diestro choquero cortó tres orejas y salió a hombros. La crítica de El Ruedo trataba de desentrañar las claves de su electrizante conexión con los públicos argumentando que “esa fuerza tremendamente emocional de hacer viva la presencia del riesgo es lo que sitúa a Litri en un puesto de excepción”. Ése era el mapa taurino en el que había desembarcado Antonio Ordóñez en medio de un escalafón liderado por Luis Miguel Dominguín, que no tardaría en convertirse en cuñado del rondeño, sólo dos años después. Su inminente suegro, Domingo Dominguín, también era su apoderado.