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Actualizado: 26 sep 2021 / 08:47 h.
  • El cornudo Friolera, la crítica de Valle-Inclán al machismo ibérico, un siglo después

En el último verano del siglo XIX, Ramón María del Valle-Inclán, con la edad de Cristo y su brazo izquierdo recién amputado en una operación en la que solo se desmayó una vez, se fumaba un habano y lanzaba al techo volutas de humo en las que solo él era capaz de vislumbrar que su obra estaba llamada a revolucionar la literatura española de todos los tiempos. Como habría de escribir tantos años después el mismísimo Manuel Azaña, “él hubiese querido ser, no el hombre de hoy, sino el de pasado mañana”.

El autor de Luces de Bohemia se adelantó tanto a la época que le tocó vivir, que no tuvo más remedio que satirizarla hasta el más dolorido de los extremos, ese que desemboca en una sonora y lúcida carcajada. Pero en 1899 no era todavía más que un estrafalario escritor gallego que llamaba la atención más por sus melenas y barbas, por su ceceo y por su carácter pendenciero en las tertulias madrileñas, adonde había recalado después de ir y volver a México y Cuba, que por lo que había publicado, principalmente en la prensa. Aquel último verano decimonónico había tenido una discusión con un periodista que se llamaba como había de llamarse el famoso cura santo de Miguel de Unamuno: Manuel Bueno, pero sin san y sin convertirse en mártir. Conversaban sobre un duelo en el que iba a participar un menor, y a ambos se les calentó tanto la boca que Ramón cogió una botella y el periodista un bastón y llegaron a las manos. Valle, que todavía no había adoptado aquella coletilla de sus ancestros en el apellido (Inclán), tuvo la mala suerte de que su propio gemelo se le incrustara en la muñeca izquierda. Tres semanas después, la herida se le gangrenó y no tuvo más remedio que convertirse en el segundo manco más famoso de la Literatura española, por detrás de Cervantes, aunque a diferencia del autor de El Quijote, no es que le quedara el brazo inútil, sino que se lo cortaron de verdad.

Con solo su brazo derecho, aquel gallego de Villanueva de Arosa (Pontevedra) nacido en 1866, niño bien hasta que el patrimonio de su familia fue desgastándose y alumno rebelde en la facultad de Derecho de Santiago de Compostela, tuvo que abandonar su incipiente carrera de actor, pero –después de pasar incluso hambre- comenzó a hilvanar una obra compuesta por todos los géneros posibles, desde la novela a la lírica y desde el ensayo al teatro, y no tardó en consolidar un universo literario en torno al Marqués de Bradomín, el protagonista de sus Sonatas, que llega a adaptar al teatro y en cuyo reparto de actores conocería a Josefina Blanco Tejerina, con quien contraerá matrimonio ocho años después de haber perdido el brazo: en agosto de 1907, una época ya en la que a Valle, además, le dio tiempo para diversificar títulos teatrales y hasta novelísticos (Los cruzados de la causa, Gerifaltes de antaño o el relato costumbrista sobrenatural Mi hermana Antonia) y en la que empezó a innovar con títulos teatrales que no se ajustaban al gusto del público burgués como La marquesa Rosalinda, aquella farsa sentimental y grotesca que ya avanzaba críticamente el tema de los celos que conectan con la honra y la honra con la ridiculez que hacía imposible el aterrizaje de la modernidad.

El cornudo Friolera, la crítica de Valle-Inclán al machismo ibérico, un siglo después

Profesor, intelectual, rebelde


Valle-Inclán, muy amigo de Rubén Darío desde que este aterrizó como diplomático en Madrid, llegó a tener hasta seis hijos con Josefina a lo largo de quince años, durante los cuales su mujer dejó el teatro y volvió a él, y él llegó a pronunciar conferencias por toda Latinoamérica, siguió escribiendo a destajo, sin abandonar nunca los periódicos, y se fue convirtiendo en un reputado intelectual que, llegada la I Guerra Mundial, es invitado por los franceses para visitar los frentes en Alsacia, Flandes y Verdún. En la primavera de 1916, llegó a viajar como corresponsal del periódico El Imparcial. En París conoció a Pedro Salinas y Corpus Barga, entre otros escritores, y al volver a España consiguió que la recién creada asignatura de Estética de las Bellas Artes en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado fuera para él como profesor. No tardó, sin embargo, ni tres años en renunciar a la plaza. Y en 1920, primero en entregas periodísticas y más tarde en libros, empieza a darle forma a ese género tan personal que él bautizó como “esperpento” en aquella obra inspirada en la vida de Alejandro Sawa, quien había muerto ciego y pobre, como el protagonista de Luces de Bohemia, el Max Estrella que teoriza sobre la búsqueda del lado cómico en lo más trágico de la vida frente a los espejos cóncavos del callejón del Gato.

Fantoches, peleles y monigotes

En los también llamados felices años 20, aunque no aquí en España, escribió Valle-Inclán todas sus obras agrupadas luego bajo el epígrafe de Esperpentos. Primero fue Luces de Bohemia, y a continuación, en 1921, una jugosa obra que no ha hecho sino ganar con los años: Los cuernos de don Friolera. También este esperpento se publicó primero por entregas y, ya en 1925, en un único tomo. En 1930, Valle-Inclán la incluyó por fin en un volumen bajo el título grotesco de Martes de Carnaval, una trilogía que integraba otros dos títulos más: Las galas del difunto (1926) y La hija del capitán (1927). “Estoy haciendo algo nuevo, distinto a mis obras anteriores”, dijo Valle sobre aquel esperpento cornudo. “Este teatro no es representable para actores; ahora escribo teatro para muñecos. Es algo que titulo Esperpentos, y consiste en buscar el lado cómico en lo trágico de la vida misma. Lo que sería una escena dolorosa, acaso brutal, para el espectador es una sencilla farsa grotesca”.

Cabrones

La obra protagonizada por el teniente Pascual Astete, más conocido como don Friolera, había macerado su guion en la trágica historia de España que lleva al escenario Calderón de la Barca con su búsqueda obsesiva de la honra y la historia contemporánea del propio Valle, que tantos siglos después lamenta que en su país no se haya aprendido nada de El Quijote ni de las guerras coloniales. “¡En el cuerpo de carabineros no hay maridos cabrones!”, repite don Friolera recurrentemente después de recibir un anónimo avisándole de que su mujer lo engaña.

El personaje se vuelve loco por los celos, se muñequiza y actúa como lo ha hecho el fantoche del bululú que, en el prólogo de la obra, ofrece una versión de su propia historia que termina de un modo más burlesco, y no tan falsamente heroico como lo pinta el romance de ciego en el epílogo, donde al cornudo asesino de su mujer lo condecora hasta el rey, que lo pone como ejemplo de lo que es saber limpiar la honra. Entre el prólogo y el epílogo se desarrollan las doce escenas que componen en puridad la tragedia de don Friolera, pero esa triple versión conjugada ofrece el juego de la ficción-realidad que el propio Valle estaba entonces en disposición de dinamitar. Nada es lo que parece porque el mundo es engaño y apariencia.

El cornudo Friolera, la crítica de Valle-Inclán al machismo ibérico, un siglo después

El espectador asiste al intento de cortejo de la mujer del militar, doña Loreta, por parte de un vecino barbero, Pachequín, pero también a la evidencia de que nada de aquello va más lejos del intercambio de una flor, catapultado a continuación por los rumores vecinales y hasta por la confección de una comisión militar –los propios compañeros de Friolera- que no acepta cornudos en el cuerpo y termina empujando al supuesto cornudo a actuar como debiera en el hipotético caso de serlo de verdad.

Con la inestimable ayuda de doña Tadea, la vieja vecina que va sembrando migajas de sospecha en la conciencia atribulada de don Friolera, el teniente va creyéndose en la obligación de la venganza, de la limpieza de su honor a pesar de sus propios pesares, empezando por su hija Manolita. No sirve de nada que su propia mujer le jure que solo son imaginaciones suyas, ni que el vecino le asegure que no merece la perla que tiene por mujer. No sirve nada porque el cáncer de los celos ya se expande por su sangre y la única solución en la que han educado a los españoles, máxime a los militares, la ensaya ya él frente a su coronel después de imaginar la matanza: “¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!... ¡No me tiembla a mí la mano! Hecha justicia me presento a mi coronel. ‘Mi coronel, ¿cómo se lava el honor’. Ya sé la respuesta. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! ¡Listos! En el honor no puede haber nubes. Me presento voluntario a cumplir la condena. ¡Mi coronel, soy otro Teniente Capriles! Si me corresponde la pena de ser fusilado, pido gracia para mandar el fuego: ¡Muchachos, firmes y a la cabeza! ¡Adiós, mis queridos compañeros! Tenéis esposas honradas y debéis estimarlas. ¡No consintáis nunca el adulterio en el Cuerpo de Carabineros! ¡Friolera! ¡Eran culpables! ¡Pagarán con su sangre! ¡No soy un asesino!”.

El cornudo Friolera, la crítica de Valle-Inclán al machismo ibérico, un siglo después

La escena imaginada puede ser heroica, pero la tragedia real no lo permite, y el esperpento se asegura, porque el personaje no conoce su destino ni cuando asume el papel que le imponen. Como el destino es azaroso, el azar será quien dirija sus balas no hacia su mujer y su supuesto amante, sino a su propia hijita que se llevan en brazos. Don Friolera mata sin saberlo, pues, a su propia niña y entonces ya no es posible que en la literatura oficial sigan apareciendo los españoles “como unos bárbaros sanguinarios”, sino como lo que son en realidad, “unos borregos” que se matan sin saber exactamente por qué, al dictado de las tradiciones.

La obra fue prohibida durante todo el franquismo, aunque Juan José Alonso Millán llegó a representarla, a puerta cerrada, en abril de 1959 en el Teatro Romea de Murcia y el Teatro Español Universitario también la representó casi a escondidas en 1967. No fue hasta el verano de 2008 cuando se emitió por primera vez una versión para Televisión Española protagonizada por Juan Luis Galiardo en el papel de don Friolera y con Juan Diego haciendo de Pachequito y Adriana Ozores de doña Loreta...

Impensable el divorcio entonces

La tragicomedia de don Friolera y doña Loreta no hubiera sido posible en una España más avanzada, como la que se inauguró en 1981 -¡60 años después de la obra!- con la aprobación de la Ley de Divorcio. Lo cierto es que mucho antes, en 1932, la II República ya promulgó una legislación en este sentido y fue de las más avanzadas del continente. Precisamente aquel año Valle-Inclán se divorció de su mujer, convirtiéndose así en una de las primeras parejas que se divorciaban en España. Su caso lo llevó Clara Campoamor en persona. Y nadie tuvo que matar a nadie.

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