El título de este reportaje literario lleva su trampa. Porque el mayor hispanista vivo lleva tanto tiempo siendo español como irlandés. Y esto no es exactamente un reportaje, sino más bien una crónica de su paso estos días por los pueblos más sureños del Bajo Guadalquivir. El viernes estuvo en la Feria del Libro de Trebujena (Cádiz) y ayer sábado accedió a la invitación del Ateneo Arbonaida, en El Cuervo de Sevilla, para impartir una conferencia en el teatro El Molino. Pero es que su último periplo por estas tierras da para imaginar qué hubiera pasado si Ian Gibson, que nació tan solo veinte días después de la victoria de Franco, el 21 de abril de 1939, hubiera sido español de toda la vida, de pura cepa. Él mismo se encargó de contestar a esta eventualidad con esa ironía fina que lo caracteriza cuando dice cosas fundamentales defendido por la retranca: “No se puede ser hispanista siendo español”.
Y lleva razón, porque Eduardo Molina Fajardo, por ejemplo, que era granadino, y falangista para más inri, tuvo que esperar a morir para que se publicara su libro Los últimos días de García Lorca. “Cuando yo presenté mi libro”, recordó ayer Gibson, “Eduardo se sentó a mi lado y reconocía que estaba de acuerdo con mucho de lo que yo contaba, pero que ya vería cuando él sacara el suyo, que tenía documentación inédita”. El libro de Gibson, publicado en París en 1971, se titulaba, abiertamente, La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca. Demasiada longitud y demasiada verdad para que lo firmara un español. Al año siguiente, incluso ampliado, se tradujo al inglés y se publicó en Londres. “Cuando yo vi por fin el libro de Eduardo, incorporé honestamente información al mío”, señaló Gibson ayer, después de recordar que Molina Fajardo tenía acceso a archivos que no le iban a enseñar a un guiri como él, que llegó por primera vez a España en 1957 sin tener ni idea de que aquí había un dictador llamado Franco. Porque lo de investigar el vil asesinato del autor de Poeta en Nueva York vino después, una vez licenciado en Literaturas francesa y española, una vez hecho profesor en Londres, allá por el año 1965, cuando ya había indagado por el barranco de Víznar Agustín Penón y él, inmensamente curioso con las concomitancias telúricas entre su Irlanda natal y esta Andalucía del llanto, se propuso dejarlo todo para investigar en el fondo de los libros y en el fondo de la tierra qué había pasado exactamente con un poeta español que había sido capaz de construir “una obra absolutamente genial en solo veinte años”.
Gibson se ha paseado estos días por Trebujena y El Cuervo con un librito en la mano sobre el que todo el mundo le ha preguntado: “Es una edición facsímil de la primera edición del Romancero gitano, publicada por la editorial Comares, de Granada”, ha repetido él, bromeando sobre el hecho de que no se lleva ninguna comisión. Con esa edición deliciosa del romancero en que Federico consagró a la luna, a Preciosa, a Soledad Montoya, a Antoñito El Camborio y al Amargo; con un cuadernito de hojas desajustadas y su móvil apagado, Gibson ha sido capaz, por la tarde y por la mañana, de hilvanar unas reflexiones que no se sabe de memoria, como dice él acerca de los versos de la luna luna cuando los recita tan apasionadamente en su español de guiri perpetuo, sino que tiene interiorizadas después de toda una vida obsesionado con ellas, a saber: que nadie pueda conocer a fondo la esencia de este país nuestro y suyo, sobre todo porque para ello haría falta saber “árabe y también hebreo, y griego y latín” y “ni siquiera Américo Castro dominaba todas esas lenguas”, ni siquiera él mismo, que ha recorrido esta piel de toro en todas las direcciones tantas veces, haciendo ese recorrido celta que lo ha llevado de Galicia a Huelva o ese otro recorrido bético que lo trae de su barrio madrileño y heterodoxo de Lavapiés al confín del Bajo Guadalquivir, o esas otras rutas que lo han conducido tras las huellas de Antonio Machado por el Levante hacia los Pirineos, o desde las Alpujarras granadinas hasta Alicante, emocionado con los periplos de Miguel Hernández, o desde allí a Calanda, en el Aragón profundo de Buñuel...
Seguramente si Gibson hubiera nacido español y no se hubiera nacionalizado así en 1984, enamorado de “la profunda cultura soterrada de este país”, no hubiera viajado ni investigado tanto porque, quizás, hubiera considerado que ya sabía muchas cosas. Es la ventaja de ser eternamente extranjero: que a uno le sobreviven esas ansias infantiles de seguir aprendiendo aunque tenga 82 años. “Todos los hispanistas tenemos un interés profundísimo por España y, especialmente por Lorca, hay un interés enorme en Rusia o en China”, recordó.
La Mae Ibéria
Ese interés, en rigor, es por toda la Península Ibérica, reconoció ayer Gibson, horrorizado porque el recorrido ferroviario Madrid-Lisboa hubiera que hacerlo de noche. El hispanista de origen irlandés recordó la primera vez que leyó el concepto de “Mae Ibéria” (Madre Iberia) en un libro de Fernando Pessoa, el más grande de los poetas portugueses. “¿Y por qué no?”, se preguntó Gibson. “¿Por qué no soñar con una República Federal Ibérica en este Europa que nos ha civilizado?”, y añadió: “Pero para eso es necesario primero la República”, y, antes aún, reconocer el “crisol de culturas” que somos, esa superposición histórica de culturas que somos “aunque a la derecha de este país no le guste reconocerlo”.
“A la derecha española le falta Cultura”
Gibson aseguró, refiriéndose a los partidos de la derecha española, que “también se puede involucionar” y que “Aznar debería hacerse ese test de la saliva que te informa de tu procedencia”, porque “a lo mejor ni Aznar sabe que su apellido es un arabismo o que España está llena de topónimos árabes, empezando por Madrid”. “Negar todo eso”, insistió Gibson en referencia a la profunda huella árabe en nuestra cultura y nuestro presente, “es una locura incluso desde el punto de vista cristiano y católico”. “Deberíamos hacer una limpieza léxica y quitar las 5.000 palabras árabes de nuestro idioma”, ironizó ayer en El Cuervo, “quitar toda esa basura lingüística, y a ver con qué nos quedamos”. “Esta derecha”, insistió, “no reconoce toda esa mezcla que somos, esa inmensa riqueza y tiene un problema”. “Deberían leer el Corán también, por qué no, pero si no leen ni la Biblia, ¿qué vamos a esperar?”, apostilló.