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Actualizado: 08 may 2022 / 13:33 h.
  • La última ‘elegía andaluza’, la de Jacobo Cortines

Dejó dicho García Márquez que la vida no es la que uno vivió, sino la que una recuerda y cómo la recuerda para contarla. Interior, oralmente o por escrito. Para publicar todo ese relato, tienen ventaja, claro, los escritores, máxime si, como ha solido ocurrir en este último siglo, se trata de poetas cultos que, tantos años después, han regresado incisivos, melancólicos, sabiamente machadianos, por esa ruta inasible que deja la memoria en lo más hondo del corazón y levantan acta de que, “al volver la vista atrás”, solo “se ve la senda / que nunca se ha de volver a pisar”. En fin. Lo hizo Cernuda con Ocnos, sin mencionar Sevilla; lo hizo Muñoz Rojas con Las cosas del campo; y, muy poco después, Romero Murube, sin referirse apenas a Los Palacios, aquel pueblo lejanode acacia y sol, de risa y ternura, de azahar y estiércol, de cal y matojos silvestres, agrio y dulcísimo a una vez, vivo, presencia perenne en la felicidad de mis ojos cerrados y abiertos con gozo inextinguible sobre aquella vida pobre y verdadera”. Hace veinte años, empezó a hacerlo, pero con un proyecto de mayor envergadura –de más páginas, y mencionándolo todo, con pelos y señales- un poeta más reciente y heredero de toda esa literatura de la infancia que, como dijo Paco Umbral, “se nos hace sola”.

Este poeta y profesor se llama Jacobo Cortines, nació en Lebrija en 1946 y publicó primero Este sol de la infancia (Pre-Textos), sobre aquellos años verdaderamente mágicos entre el pueblo en el que también nació el padre de la primera gramática castellana y el cortijo Micones, de su privilegiada familia, cercano a El Cuervo y a esos picos celestes que conforman por la comarca la Sierra de Gibalbín... Ahora, la editorial sevillana Athenaica ha recuperado aquella primera entrega de sus memorias y le ha añadido la segunda: En la puerta del cielo, centrada en sus años adolescentes con los jesuitas en Sevilla. Ambos relatos agrupados aparecen con el nombre de La edad ligera. Y aun adelanta la propia editorial tras el prólogo de Ignacio F. Garmendia que quedan dos partes más: Filosofía y Letras, sobre los años de formación universitaria, y Del tiempo airado... O sea, que el proyecto literario y biográfico de Cortines no ha hecho sino llegar a su ecuador.

Debe de sorprenderles a los miles de alumnos que han pasado por las clases de Filología de Jacobo que su profesor también fuera un niño bajito, obediente y asustadizo, descubridor de las maravillas de la vida en la plena naturaleza que suponía el campo de la Baja Andalucía en las primeras décadas del franquismo, su asombro ante la planicie lacustre de la marisma inmensa, su conocimiento de los misterios a través del mundo animal; los caballos, sobre todo, pero también las vacas, las perdices, las palomas y los insectos.

Jacobo Cortines se pinta a sí mismo, con toda honestidad, como lo que fue sin él saberlo entonces: un niño privilegiado, un niño bien, un niño pijo de aquellos años a quien nacieron, como a todo el mundo, sin preguntarle su opinión. Y pinta además, con una exquisita prosa jalonada de verbos en presente, actualizadores –y un léxico de abrumadora arqueología-, un mundo rural que ya no existe: el de las cortijadas de aquellos años en que se tenía asumida la disciplina de cada cual, la de la familia como Dios mandaba; la del servicio que se dejaba mandar con resignación, la de los mayorales, los yegüerizos, los porqueros, los guardas, los mecánicos, las criadas; la de la gente pobre y miserable dentro y fuera del aparentemente infinito hogar lebrijano. “Míseras chozas en la calle de fango, donde viven y juegan los niños con mocos y postillas, donde a pesar de las blasfemias de los mayores, no mejora su suerte”, escribe...

La última ‘elegía andaluza’, la de Jacobo Cortines

Deslumbra, hiere, ciega la húmeda blancura de las sábanas tendidas al sol en la azotea”, recuerda con sinestésica sensibilidad el escritor –siempre tan descriptor- del principio, más poeta aún que narrador, aunque con el paso de las páginas, cuyos capítulos sin títulos se dejan beber, se vaya configurando el relato de una vida que se va haciendo imperceptiblemente, configurada por la costumbre, pero también por el íntimo sentido del deber heredado, pese a los horrores cotidianos: “Un último grito, el más horroroso, seguido de estertores y convulsiones, cuando el cuchillo se hunde en la carne de la que brota un chorro de sangre oscura que cae en un lebrijo, sobre que trazan cruces una vez que esa sangre se ha coagulado. Nuevos cubos de agua hirviendo sobre el cuerpo inerte al que raspan por completo, rajan y abren en canal”.

El milagro de vivir

Es más mágica, más lírica, más plástica la primera parte que la segunda, tal vez porque ese primer período de la vida que para la memoria se vuelve líquido se presta más al milagro recordado que supone el ejercicio de empezar a vivir, de descubrir los piñones ocultos en una piña tiznada, el terror del demonio imaginado, la música estentórea detrás de la Virgen, aquella nevada inesperada del año 54, el aprendizaje de la escritura del propio nombre, del sexo también, la crianza de los gusanos de seda, la llegada de la luz eléctrica, la alberca donde aprender a nadar, aquel cura de interminables misas, la afición arqueológica del padre, la llegada a Micones y su tiempo sin tiempo: “Tordos y gorriones entran y salen por las ventanas próximas al techo, en cuya tablazón tienen su nidos. Vamos después a los molinos, oscuros y herrumbrosos. De allí a los álamos, luego al pajar, a la zahúrda, a la noria. No importa que haga calor. La tarde es larga y ancha para perdernos por los olivos”.

Íntima geografía

Por supuesto, que la vida en el campo no es toda de color de rosa, ni sus hábitos ni sus normas. Al niño lo obligarán a beberse la leche con las yemas de huevo, lo encerrarán... La disciplina normal de aquellos años, que el narrador ya viejo cuenta sin estridencias, en un infinito tiempo recordado que le da asimismo para la acuarela de todo el entorno: Medinilla, la de las tierras rojas, El Torbiscal, Las Alcantarillas, la recta de Los Palacios, los olivares de Dos Hermanas, Sevilla lejana aún y más tarde Huelva y sus marinas, y Málaga y la sierra cordobesa con sus noviciados de la Compañía, de la que recuerda con prístina lucidez su impronta autoritaria y pródiga en castigos y admoniciones... Enseguida se establecen dos mundos para el niño: el de la férrea disciplina del sevillano colegio Portaceli, “el mayor colegio de España, el más codiciado por la aristocracia y la burguesía andaluzas”, donde aprende tan prematuramente que el sufrimiento no es solo físico –también todos los matices de la hipocresía en armoniosa mezcolanza con la solidaridad social-, y el de la libertad que supone la vuelta a Micones, a Lebrija en vacaciones, a Sanlúcar, la Chipiona donde descubre por primera vez el mar, la Punta Umbría que se le mezcla en su recuerdo con el aprendizaje del solfeo, la pasión por el piano, por la música, la ópera en casa de sus tíos, en aquel intervalo vital entre la adolescencia consumada y la necesidad imperiosa de decidir su vocación, que los jesuitas ya parecen haber tomado por él...

Iba para cura

De esa resistencia a que otros tomasen por él la decisión de a qué iba a dedicarse parece tratar la segunda parte de esta autobiografía literaturizada. Los jesuitas lo tienen claro: “Uno de ellos nos advierte que tenemos que prepararnos para la lucha futura, cuando dejemos las alas protectoras y tengamos que emprender el vuelo en solitario. De ahí que haya que ser disciplinados, responsables, porque –insiste en ello- estamos llamados a ser los dirigentes del futuro. No podemos ser como los demás. Somos los elegidos, los privilegiados, los alumnos del Inmaculado Corazón, y tenemos que ser modélicos”. El alumno Jacobo sobrevivirá a tanta presión esperanzado siempre en las noches de Villasís en las que al menos comparte habitación con sus hermanos, la visita dominical de sus padres, el descubrimiento del ajedrez, de la mitología, del griego, el cambio de domicilio de su familia, por fin, al flamante barrio de Los Remedios, donde un día le anuncian que ha muerto su tío Felipe Cortines Murube, el fundador de la revista Bética, el autor de aquel Poema de los Toros que había elogiado el mismísimo Juan Ramón. “Yo lo había visto solo una vez en mi vida, uno meses antes de que muriera”, confiesa. “Me lo presentó mi padre al encontrárnoslo una tarde por los alrededores de su calle. Era un anciano más bien bajo y de complexión fuerte, con el pelo muy negro a pesar de que se aproximaba a los ochenta años. Iba vestido humildemente, con una especie de gabardina beis y una corbata oscura. Me tendió su mano algo regordeta y me sonrió con amabilidad”. Luego de su entierro, al que él no asiste, cuenta, estuvo con su padre para “recoger de su casa sus papeles y los pocos libros que quedaban, dado que para sobrevivir se había visto obligado a ir deshaciéndose de su espléndida biblioteca. Todo lo metimos en cajas y sacos que trasladaron a Micones, a la espera de que algún día alguien los clasificara y estudiase”.

La última ‘elegía andaluza’, la de Jacobo Cortines

Evidentemente, Jacobo no sabía aún que ese alguien iba a ser él. Ni siquiera sospecha aún que publicaría, ya llegada la democracia y como consolidado poeta, Primera entrega, Pasión y paisaje, y luego, en 1994, Carta de junio y otros poemas, Consolaciones (1994), Nombre entre nombres (2014). Tampoco que iba a traducir, de Petrarca, los Triunfos y el Cancionero. Con el tiempo, y después de ser nombrado miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, iba a reunir también sus artículos con el título de Separatas de Literatura, Arte y Música (2002) y Nuevas Separatas (2012).

“Franco nos trae sin cuidado”

Cortines forma parte de esa generación de intelectuales que nacieron, crecieron y se formaron bajo la sombra omnipresente del franquismo y del espíritu del nacionalcatolicismo pero cuyos padres odiaban la Falange, por ejemplo, y ellos podían permitirse el lujo –otro más- de afirmar que “a la mayoría de mis compañeros, como a mí, Franco nos trae sin cuidado. Apenas sabemos nada de lo que su régimen representa. De política no se habla en el colegio, a excepción de los bodrios que nos quiere hacer tragar Asensio, o de los comentarios desmitificadores de Antonio Alcalá sobre el triunfalismo del régimen”. Precisamente Carmen Martín Gaite dilucidó sobre esa ineluctable ceguera de su generación en aquella novela entre autobiográfica y metaliteraria que solo ahora ha comenzado a leerse en los institutos: El cuarto de atrás. La juventud bien de aquellos años andaba en otras cosas. Jacobo, desde luego, en aprobar la temida reválida que habían suspendido sus hermanos mayores con la consiguiente amenaza de ser expulsados del colegio; en seguir descubriendo las obras de arte del país, la inmensidad de su cultura; en desprenderse de aquella presión de la llamada de Dios. “He sabido resistir y he vencido”, dirá finalmente. “He sabido decir no, y a nadie tengo ya que dar cuentas de lo que haga. Me siento ligero, como impulsado a un mundo que comienza a abrirse. (...) Atrás quedan el niño interno y el adolescente que soñó un día con ser un apóstol misionero”.

Por delante, la vida que queda por contar, “los retazos de memoria, sabiamente hilvanados por el poeta”, que dirá Garmendia. Santos Sanz Villanueva, por su parte, asegura acertadamente del libro que “los contenidos se presentan en fragmentos que valen por un poema en prosa. Predomina la visión impresionista. Y de todo ello sale una mirada cálida y melancólica que preserva la inocencia propia de esa edad. Consigue un sentir intenso con su carga de elegía y la prosa poética sin rebuscamientos ni afectación sentimental”. Emilio Rosales, por su parte, asegura categórico: “No creo que pueda la literatura ofrecernos un don más alto que ese sentir emocionado, ese lazo de amor con lo que nos cuenta, lo que se nos describe, y con las palabras donde todo ello cobra vida. Es un libro siempre narrativo y siempre lírico, siempre está contando y construyendo un mundo y a la vez iluminándonos con la palabra y su fuerza evocadora”.

El libro lleva un mes en las librerías y este próximo miércoles se presenta en uno de los municipios de esa íntima geografía retratada, recordada y universalizada: Los Palacios y Villafranca, el pueblo cuya lejanía para Joaquín Romero Murube es tan parecida a la que Jacobo pueda sentir por Lebrija, es decir, pura excusa literaria.

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