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Actualizado: 13 dic 2019 / 08:53 h.
  • Enrique Morente. / EFE
    Enrique Morente. / EFE

Hoy se cumplen nueve años de la muerte del cantaor y compositor flamenco, de Granada, Enrique Morente. Alguna vez he dicho aquí mismo, en El Correo, diario que el artista leía con frecuencia, que era un enamorado de Sevilla. Le gustaba que cuando íbamos andando por Triana le fuera diciendo dónde tuvo Manuel Cagancho su fragua o en qué calle vivió Fernando el de Triana, que en realidad era macareno. Se emocionaba cuando visitaba algún corral de la Cava de los Gitanos, de los restaurados, y comentaba enseguida la importancia que tuvieron esos corrales en la creación del cante jondo. Le atraía también mucho la Alameda de Hércules, porque algunos de sus maestros, como Pepe el de la Matrona o Bernardo el de los Lobitos, le habían contado lo que fue ese lugar en la posguerra, cuando grandes genios del cante como Tomás Pavón, Juan Mojama o el Gloria de Jerez se buscaban la vida en los famosos cuartos de la Europa o la Siete Puertas.

Enrique Morente era muy sevillano y su cante lo era también, aunque nunca se haya dicho. Lo que pasa es que hubo algunos críticos que le hicieron mucho daño cuando daba sus primeros pasos, como Manolo Barrios, José Antonio Blázquez o Miguel Acal, que prácticamente lo esperaban en la estación del tren para darle en las orejas antes incluso de cantar. Le llegaron a decir que se dedicara a otra cosa y le dolían mucho esas críticas en Sevilla porque sus grandes referencias eran de esta ciudad, como Pastora Pavón, Matrona, Bernardo, Marchena o Caracol, Sí, Caracol, el granadino era caracolero y muy pocos analistas han señalado esto. Un día estábamos en la Alameda, lo llevé a la calle Lumbreras, al corral donde nació el genio de los Ortega, y se emocionó. Tanto o más que viendo el monumento a la Niña de los Peines. A pesar de las críticas, Enrique acabó triunfando en Sevilla y llegó a llenar los teatros cuando venía a la Bienal.

Tenía una legión de seguidores que acudían siempre a sus conciertos para arroparlo y cuando acababa de cantar solía irse de copas a Triana o al casco antiguo de la ciudad. Le encantaban los personajes trianeros, el Chaque o el Huelva, y adoraba a uno de los grandes bailaores gitanos del arrabal, Paco Vega, de la familia de Gitanillo de Triana, el torero. Paraba en la Taberna el Altozano, de José Lérida, y alucinaba paseando por la calle Betis. También le gustaban las bodegas del Aljarafe, las de Bollullos o Umbrete, que visitaba hasta en agosto. Por todo esto y más cosas, Sevilla le debe un homenaje. No otro como el que le dieron en la Bienal, que fue un desastre, sino algo más. Incluso que alguna plaza o calle llevaran su nombre.

Nueve años después de su muerte, cada vez que paseo por Triana o la Alameda de Hércules lo tengo presente y recuerdo todas las vivencias con él en la capital andaluza. Era un placer verlo andar por estos barrios tan flamencos que tanto le gustaban. Nueve años de su marcha y aún vive.